1. El monstruo debajo de la cama

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—Otro cuento y ya, porfa.

La pequeña de tan solo cinco años no sabía conformarse con un no como respuesta. La habían consentido demasiado y lo peor era que no se arrepentían. Pataleó sobre su cama, donde ampliamente podían dormir cuatro personas más, y se deshizo de su manta para demostrarle a sus padres que no iba a dormir hasta que obtuviera su segundo cuento.

Los padres sonrieron antes de mirarse entre sí, intercambiado palabras mudas que auguraban que hoy era el día por el que habían estado esperando todos estos años.

—Bien, pero no te muevas de aquí. Papá y yo iremos a buscar un vaso de leche caliente, ¿te gusta la idea?

La niña asintió repetidas veces, ¡le encantaba la leche que preparaba su madre para dormir!

La mujer le sonrió viendo la inocencia de la chiquilla y se adelantó, moviendo el interruptor para apagar la luz, esperando bajo el marco de la puerta a que su esposo dejara un beso sobre la frente de la pequeña.

—Recuerda, no te bajes de la cama, o si no, el monstruo vendrá por ti y se comerá tus dedos.

La niña rió como reflejo a las cosquillas de su padre, sin saber que él estaba diciendo la verdad.

—¡Mis deditos no!

Eran una familia bonita realmente. Pero casi siempre, lo bonito tiende a estar podrido por dentro.

Cerraron la puerta tras de sí, dejando a la habitación sumida en un profundo y oscuro silencio,tan oscuro como las perversidad que estaban a punto de cometer contra una niña de tan solo 5 años.

Por un momento la niña se mantuvo con las manitas sobre la manta que cubría su estómago, esperando a que el tiempo avanzara mientras miraba el techo.

Un sonido cortó el silencio, como si hubiesen arrastrado algún juguete. La niña miró a un lado, pero todo se mantenía en su sitio. El ruido de nuevo, seguido de un gimoteo.

Eso sí que la puso alerta.

Se levantó y en puntillas, con su manta bajo en brazo, fue hasta la puerta y colocó la tela en la hendidura para evitar que sus padres la descubriesen.

El arrastre seguía allí, erizándole los vellos de la nuca.

Entonces encendió la luz, pero tardó en llegar. Cuando al final pudo ver con claridad, estaba de frente a... un niño, pero uno con muchos más años que ella.

Pero no era un niño normal, le faltaba una mano y para cubrirla tenía una especie de funda de metal. Estaba desnudo, con la piel sucia, mugrosa. La cara no tenía ninguna forma conocida para ella, era horrible. Y los dientes, que decir de sus dientes, puntiagudos y en direcciones que lo hacían ver espantoso.

Era un monstruo.

El intruso intentó acercarse.

—No, detente.

Él no respondió, en cambio, continuó acercándose con cautela, como un depredador a punto de devorar a su presa.

—¿Tú eres el monstruo debajo de mi cama?

La pregunta sacó de onda al engendro. Parpadeó confundido en su dirección.

Él solo esperaba que la niña gritase o saliese corriendo para que lo descubriesen de una vez por todas.

La pequeña bajó la vista a su abdomen desnudo cubierto de sangre, un poco seca, otro poco viscosa, mezclada con suciedad. Estaba lleno de cortes, quemaduras. Era como un desecho humano.

—No te tengo miedo, por si eso es lo que estás pensando —le dijo, acortando la distancia que los separaba—. Mi mamá dice que la verdadera belleza está por dentro, que tenemos que cultivarla con paciencia para poder entregarla a los demás.

El niño asintió, y bajó su único ojo a la cicatriz que marcaba su piel, sintiendo la falta de su pulmón, porque era demasiado reciente, pero sabía que poco a poco esa sensación de vacío desaparecería. Así fue la primera vez, esta no sería diferente, o bueno, hasta el día que también le robaran su corazón.

La niña se acercó y estiró su brazo con la esperanza de tocarlo, de sentir si era real, hasta de quitarle un poco del miedo que lo hacía mirar en todas direcciones como un cervatillo asustado.

—No, no me toques —pronunció con el mayor de los miedos tiñendo su voz. Y el ruido de los pasos que se escucharon afuera lo paralizó por completo—. Los monstruos vienen a por mí... Me van a llevar a ese lugar de nuevo.

La niña le sonrió, intentando infundirle un poco de su calma.

—No, son mis padres —ella fue en dirección a la puerta, para recibir a sus progenitores con la noticia de que el monstruo bajo su cama, en realidad era un niño—. Verás que vas a estar bien, te darán leche caliente y te arroparán antes de dormir.

El niño negaba frenéticamente con la cabeza porque lo que esa niña decía no era cierto. Lo iban a torturar, a utilizar esos bisturí que cortaban su piel sin anestesia, y él de tanto gritar, simplemente se desmayaría para, al abrir los ojos, darse cuanta de que algo le faltaba, de que poco a poco lo metían en esos frascos de cristal.

—Cuando se cansen de mí vendrán a por ti, como lo hicieron antes conmigo.

Esas personas eran unos monstruos, de los que te endulzan con la mirada para despedazarte lentamente, él lo sabía, pero a pesar de que le quedaba muy poco, quería seguir luchando.

—Mamá me ama.

El negó de nuevo. Ellos amaban lo que podían quitarle, nada más. Las risas, los ejercios en el patio, la leche antes de dormir, ya él conocía todo. Todo eso una vez fue de él, y del otro niño antes de él.

—Ayúdame, por favor.

Ella parpadeó confundida y fue a abrir la boca para refutar, pero la puerta se abrió de un tirón, mostrando la figura de un psicópata.

—¿Papá?

Pero fue lo último que dijo antes de que la sangre del monstruo que se escondía bajo su cama, le salpicara la cara.

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