5. El fruto prohibido

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   El hombre posee unos almendrados ojos castaños, de apenas un tono más claro que su cabello. Pequeños signos de la edad marcan su rostro cuando me sonríe, y lleva puesto un elegante traje gris oscuro. Debe medir metro ochenta, pero a pesar de su imponente postura irradia un magnetismo alegre.

   —Buenas noches. ¿Señor Arias? —pregunto.

   —Ese soy yo. —Coloca una mano a la altura de su corazón—. Es un placer conocerla. ¿Cómo ha estado el viaje? —Sus ojos van directo hacia mi maleta—. Permíteme ayudarte con eso.

   Le otorgo mi equipaje y subimos los escalones de la entrada. En otras circunstancias lo cargaría yo misma, pero estoy demasiado cansada y, a juzgar por sus enormes brazos, para él no debe ser más complicado que levantar una pluma.

   —Muy bien. Pedro ha sido muy amable. —Tropiezo  en el último escalón pero logro incorporarme rápidamente—. Me ha contado muchas historias sobre el lugar.

   —Ah, ¿sí? —El señor Arias se vuelve rápidamente hacia mí con una expresión seria que desaparece casi al instante—. ¿Qué te ha contado? —Oculta su expresión y vuelve a esbozar una sonrisa.

   —Algunas leyendas de la zona. —Su alteración me hace titubear antes de proseguir—. Conocía la historia sobre la mujer gitana, pero nunca había oído la versión completa.

   —Sí... Bueno... —Sus hombros vuelven a su postura normal—. Sólo son cuentos de los isleños. No hay nada de lo que debas preocuparte.

   Pienso en comentarle sobre el urutaú y el encuentro con el desconocido, pero decido guardármelo. No pretendo empezar con los problemas en mi primera noche aquí.

   —Genial, no me gustaría cruzármela en ningún lado. 

   —En eso debo darte la razón —comenta mientras reprime una risita.

   Recorremos los últimos metros hasta las puertas, el director empuja uno de los gigantes paneles y un majestuoso lobby se hace presente frente a nosotros.

   Una hermosa estatua reposa en el centro de la estancia. Está compuesta por dos enormes figuras: en la parte inferior, un sol tallado a detalle con cientas de mandalas color oro cubriéndolo por completo. Unido al mismo mediante uno de sus rayos, se halla una luna plateada en forma de U, repleta de minúsculos brillitos que enfatizan su resplandor. Ambas figuras se encuentran iluminadas desde su centro y bañan la sala de tonos azules y dorados.

   Detrás de ellas, se cierne una opulenta escalera de mármol negro de doble entrada, que dirige a la primera planta del edificio. Hay mapas estelares en la mayoría de las oscuras paredes, destacando las constelaciones más renombradas. Una en particular llama mi atención, por lo que me acerco a ella.

   Tres gigantes estrellas azules, rodeadas en su circunferencia por miles de pequeñas palabras color plata brillante se alzan junto a uno de los ventanales. Al analizar las letras, reparo en que sólo son tres palabras repetidas cientos de veces: Alnitak, Alnilam, Mintaka.

   —Las tres Marías —susurro fascinada.

   —Así es. —El señor Arias me lanza una mirada de aprobación—. Aunque aquí les decimos «Cinturón de Orión».

   Debí imaginarlo, pero yo crecí en un convento. Hay términos que dudo que vayan a cambiar en algún momento.

   Una pregunta me hace cosquillas en la garganta.

   —¿El instituto pertenece a la Iglesia?

   El señor Arias suelta una carcajada que me deja inmóvil.

El séptimo hijoWhere stories live. Discover now