Capítulo 32: Dulce o truco

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—Escuché que hoy te convertiste en un adulto, Aleksander, ¿por qué no comienzas a comportarte como tal? —añadió en respuesta, sonando mordaz.

Una media sonrisa se extendió en mi rostro y giré mi cuerpo para enfrentarla. Su ceño se encontraba fruncido y su rostro amargo y hastiado hacía un juego perfecto junto a su hábito de monja.

Muchos de mis compañeros decían que seguro, debajo de su ropa sagrada, casta y el velo que llevaba bruscamente sujetado, se encontraba una mujer atractiva y dispuesta. Aunque a mí no me llamase para nada la atención, a veces, cuando la veía, me cuestionaba que había llevado a alguien tan joven por el camino de la consagración.

Algunas religiosas jóvenes optaban por una vestimenta sencilla o no utilizaban el velo, sin comprometerse del todo al hábito, pero sor María era demasiado ortodoxa e inflexible para ello.

No rompía ninguna regla ante los ojos de los estudiantes, pero sabía que ocultaba más de lo que aparentaba.

—No me siento muy diferente al día de ayer, sor. ¿Escuchó eso de que ni el diablo nació en Halloween? —le respondí con sarcasmo.

La vi fruncir el ceño, debatiéndose en su mente si debía agregar algo más o si en realidad valía la pena hacerlo. Era la persona menos indicada para darme algún tipo de lecciones de moral, pero aun así lo hizo.

—Deberías dejar de juntarte con Ethan Jackson, por algo sus padres lo enviaron hasta este lugar para reformarse.

—¿Tiene algún problema usted con eso? Hasta donde sé, en sus políticas religiosas también dice que debemos amar al prójimo como a sí mismo, ¿lo recuerda? Es pecado juzgar.

—Solo te estaba dando una advertencia, deberías cuidarte si sabes que es lo mejor para ti —contestó, apretando los dientes.

—¿Así como lo hizo Kamila? Debería darle esa lección a otro que no sepa lo que guarda detrás, sor.

Solo eso bastó para que la expresión de aquella mujer, tan confiada como estaba, se oscureciera. Luego, solo se volteó y siguió su camino hacia otro lado, al tiempo en el que yo seguí con el mío.

Kamila se encontraba muerta y yo iba a tener que lidiar con el desastre que seguro su puta secta había causado, porque aunque no sabía quién controlaba la mierda o que estaba detrás, tenía una corazonada que constantemente latía en mi sien. A veces miraba en los pasillos las caras de las personas que durante cinco años habían sido mis compañeros de clases y me preguntaba quienes hacían parte de aquella farsa.

Pero de nuevo, no podía decir nada con certeza, ya que ni siquiera sabía los miembros que formaban el elenco de su show.

Cuando estuve frente al taller de arte que utilizaba para mí, me llamó la atención ver la luz encendida desde el pasillo. Ya la tarde comenzaba a caer, por lo que alguien había tenido que encender la luz y si el personal de limpieza me conocía, sabía con certeza de que odiaba que entraran en mi espacio.

Mis padres habían pagado suficiente pasta en San Jorge para poder proporcionarme un salón equipado con todo lo necesario, para así llenar con mi arte el vacío existencial que me dejaron al enviarme a un internado. Al comenzar mi adolescencia se había sentido más como un medio de excusa y distracción para evitar tener que socializar con la humildad, pero con el paso de los años, mi propio mundo me había consumido de forma tal, que lo único que me importaba realmente era cuántas cosas podían crear mis manos con un trozo de arcilla y que tan magnífica se veía la obra que acaba de crear a comparación de todo el resto.

Me ponía de mal humor cuando alguien invadía en mi estudio y solo confirmé aquello, poniéndome de un peor humor, cuando vi que la puerta estaba abierta.

Psicosis: bajos instintosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora