Capítulo 2 | Latas de Pepsi y un casete

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[02] Latas de Pepsi y un casete.


Evelyn

Cuando estaba en el escenario, sentí su mirada sobre mí.

Por encima del caos del público, de la ansiedad a través de mis venas y de la concentración en las notas de mi guitarra y las letras de las canciones, esa corriente subió por mi columna hasta erizarme la nuca. La misma que no me recorrió en años.

En ese momento tuve dos teorías: era un vil engaño de mi mente o estaba ahí, mirándome. Y, por muy loco que fuese de mi parte, me aferré a la segunda durante todo el concierto. Estaba segura de que, al finalizar, esa sensación se iría por ser una imaginación de mi parte. Porque, en el fondo, la idea de que volvamos a encontrarnos siempre estuvo presente y era la que dio vueltas en mi cabeza en los últimos ensayos de la banda.

Solo que no pensé que pasaría. No pensé que volvería a tenerlo de frente.

Todo se me detuvo en seco cuando lo vi en la mesa de la prima de Cam. Quieto, con los ojos sobre mí y diferente al delgaducho adolescente que vi la última vez. El que recordaba me hubiera apartado la mirada, bajado la cabeza o marchado a toda prisa del bar por la timidez; sin embargo, este hizo todo lo opuesto a lo que estaba acostumbrada.

Y... me gustó.

Que me haya buscado tras el escenario, luego ofrecido a traerme a casa y frenado la insistencia de Cam, me dejó estúpidamente embobada por ver una faceta que desconocía.

Fue por eso que cuando propuso traerme, ya tenía la respuesta incluso antes de planteármela. Sentí la necesidad de tenerlo a solas para apreciar sin interrupciones esta nueva versión suya. Lo que me convenció aún más de dar esa respuesta, fue darme cuenta de que no era la única con esa idea en mente.

El chirrido de la puerta resuena en el pasillo que divide el garaje de mi casa y la tienda. Tan pronto enciendo la luz, avanzo en línea recta para abrir la del negocio. Al no oír sus pasos, echo un vistazo sobre mi hombro y lo encuentro con la mirada clavada en las escaleras de caracol que conducen al segundo piso.

—Vivo arriba de la tienda —le digo, y regreso a la cerradura—. Bueno, en realidad, solo duermo ahí. La palabra vivir suena muy independiente.

Lo oigo reírse a mis espaldas con suavidad y, por primera vez en toda la noche, contengo las ganas de esbozar una sonrisa. Olvidé lo contagiosa que es esa melodía.

Nada más nos adentramos, suelta un silbido cargado de fascinación que retumba entre los discos e instrumentos. Aunque no es un sitio muy amplio, está todo perfectamente ubicado y decorado para dar un buen vistazo. Tanto el suelo como las paredes son de madera lustrada, el techo negro y rodeado de mini focos, los instrumentos rodean las paredes y los discos en muebles estrechos en el centro que forman pasillos según el género musical.

Regreso en mis pasos para cerrar la puerta que da al garaje, y luego deslizar el vidrio corredizo que está en el lado opuesto de las escaleras de caracol. Es una supuesta sala de descanso. Contiene una mini heladera, una mesa de dos sillas y un mostrador con una cafetera y un microondas que cualquiera que lo escuche trabajando teme por su existencia.

Lanzo las llaves en la mesa y me deshago de la chaqueta. La tensión de mis músculos va en aumento al oír sus pasos en la otra habitación mientras reparo en lo que hay dentro de la heladera. Cuidadosos, lentos. Muy típico en el andar de Dylan Wood.

Me regreso con dos latas de Pepsi. Está frente al estante de casetes con las manos en los bolsillos de sus vaqueros. Ha dejado su chaqueta marrón sobre el mostrador, por lo que ahora puedo apreciar mejor cómo la camiseta blanca abraza sus músculos y expone sus brazos ligeramente fornidos.

La rebeldía de nuestra melodía | Libro 2Where stories live. Discover now