Capítulo único

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Siempre te dicen que tenés que madurar y que de tus juguetes te tenes que olvidar; que tenés que dárselos a tus hermanos o donarlos a algún pobre niño que espera un amigo en la camilla de algún hospital del Gran Buenos Aires. Y yo no digo que eso esté mal, ni siquiera lo cuestiono, pero tampoco te lo deberían exigir como si fuera ley, como si fuera el ciclo natural de las cosas; que tenés que aceptarlo sin quejas y sin lágrimas. Yo solo pienso en que al menos me tendrían que haber dado la oportunidad de elegir, de apelar a una decisión tomada arbitrariamente por alguien de otra época. En ese momento simplemente me lo arrebataron de las manos, destruyeron mi infancia de un segundo a otro. 



"Martín, no podés andar con eso para todos lados", decía mi abuelo con un veneno que arrastraba en cada una de sus palabras, hasta que éstas brotaban de sus secos y arrugados labios como viles escupitajos que caían sobre mi menudo cuerpo de siete años, el cual se aferraba con insistencia a un muñequito de madera y trapo muy similar a mí. El muñequito llevaba un encantador traje negro de rayas blancas, típico de cualquier tanguero de los años 20', por el cual lo había bautizado como "Tanguito".

"Pero todavía es un niño", contra argumentaba mi madre mientras traía una fuente de tallarines con tuco a la mesa. No había, ni hay tuco más rico que el de mi vieja, hasta el exquisito de mi abuelo lo tenía que reconocer. Reinaba el silencio en esos domingos de pastas mientras nuestras bocas estaban llenas. El único sonido que resonaba en nuestros oídos era el del tenedor chocando contra la cerámica de nuestros platos. 

Inocente como era, creí que el viejo se olvidaría del tema. Pero una tarde cuando volvía de la escuela, no encontré a Tanguito esperándome entre las almohadas de mi cama. En cambio, descubrí una pelota de fútbol nueva a los pies de mi mesita de luz. La tomé entre mis manos, era de esas caras que salían en la televisión, una original del mundial 2002. Pero aún así, no dejaba de pensar en Tanguito, quería verlo, estaba preocupado. Por lo que bajé las escaleras con tanto apuro que las maderas crujieron debajo de mis pies como si estuvieran a punto de quebrarse, casi como el preludio de una inminente desgracia.

Agitado, busqué a mi madre en la cocina, pero al hallarla vacía, salí corriendo hacia la vereda de la casa, donde me encontré con mi abuelo conversando con un hombre que unas pocas veces vi por el barrio. El mismo hombre se percató de mi presencia y me observó con cierta lástima, casi como si no le diera el corazón para emprender la misión que le había encomendado el viejo. Pero, apurado por éste, se subió a su rastrojero y lo puso en marcha tras despedirse de mi abuelo y de mi madre que en silencio solo veía al suelo apretando su delantal rosado de flores blancas. Yo corrí con mis debiluchas piernas hasta la parte de atrás del rastrojero, donde reconocí a Tanguito sentado sobre una pila de juguetes en el interior de una caja que rezaba en su frente: "donaciones".

Todavía recuerdo ese momento como si hubiera sido ayer, aún rememoro con angustia lo mucho que lloré en aquel instante. Grité persiguiendo el rastrojero, pedí ayuda a todos mis vecinos que se limitaron a sentir lástima por el nieto del tano que atendía la despensa de la cuadra. Estaba tan desesperado que llegué incluso a pedir ayuda al borracho que siempre se paraba en la esquina, ese del que todos se quejaban por oloroso y desaliñado, por loco y desatinado. Pero ese señor fue el único que corrió a mi lado detrás del flete destartalado; el hombre gritó tan fuerte como se lo permitió su desgastada garganta por el alcohol dulce del vino con soda. Y fue la única persona que se arrodilló enfrente de mí y palmeó mi hombro en un intento de consuelo cuando el rastrojero se perdió al final de la avenida.

Otro hombre, que llevaba una elegante gabardina negra, habiendo visto todo el espectáculo de sudor y lágrimas que monté sobre la calle de tierra, se acercó hasta mí con cautela, y me ofreció un muñequito de trapo con pintorescas ropas gauchescas que tan solo veía en las peñas a las que me llevaba mi abuelo. Era lindo, pero no se parecía a mí ni era mi Tanguito. Me di la media vuelta y corrí hacia los brazos de mi madre que, cansada y casi sin aire, llegó hasta donde yo estaba. La pobrecita lloraba como canilla sin pico, me apretaba contra su cuerpo como si pudiera devolverme a su vientre y protegerme de todo ese oscuro mundo en el que había tenido que dar mis primeros pasos.

Tanguito, El Rucio MillonarioWhere stories live. Discover now