1 🏁 | Normalidad de verano

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𑁍 𑁍 𑁍

El reflejo del sol destelleaba sobre las aguas calmadas del Lago di Garda. La isla en la que estábamos, la Isola del Garda, era más conocida como la Isla de las Calaveras, y tan solo podía accederse con pequeñas embarcaciones privadas; la lancha motora en la que sorprendentemente habíamos cabido cuatro personas, además del guía turístico, estaba atracada en el muelle junto al tocón de la conocida torre inclinada. Habíamos visitado el parque y la Villa Borghese Cavazza, donde vivía la familia en custodia de aquel espectáculo de lugar, y aunque ahora era un sitio turístico además de actuar como villa residencial, había servido en la antiguedad como cementerio de los romanos o guarida de piratas. Me fascinaba su historia, y por eso había insistido en venir.

Me terminé mi última aceituna all'ascolana y una porción de pizza, ya fría, mientras observaba hacia el agua. Era de un azul cerúleo, parecido al de las playas del Mediterráneo, y por aquello mismo sorprendían los afloramientos de roca y árboles propios del norte de Italia. Eran un contraste de vegetación y vida, alejado de Brescia, la ciudad en la que había estado viviendo estos últimos meses y que se encontraba no muy lejos al oeste. Me levanté y observé más allá de los jardines napolitanos, hacia el palacio neogótico. Era inmenso, alzándose frente a la orilla del lago, de blanco crudo y con contrafuentes y botantes, y arcos de bóvedas de crucería. El sol remataba su tenue color, despuntando desde lo alto de la arquitectura veneciana.

Rosetta, Samuel y Fiona estaban sacándose fotografías. A ellos mismos, al lugar y a todo lo que creyesen que se merecía un hueco en su memoria del teléfono. Llevaban así desde que se habían apeado en la estación de ferrocarril Borgo San Giovanni desde Génova. Me encontré sonriendo hacia ellos cuanto alzaron el móvil hacia mí, aunque no era fanática de verme inmortalizada en imágenes. Aitor, mi hermano mayor, decía que de pequeña me gustaban tanto las luces brillantes y de neón que había terminado por aborrecer todo aquello que pudiese dejarme momentáneamente ciega. No obstante, yo tenía otra teoría, una más simple: no me gustaban las fotos. Es más, las evitaba, y por eso sabía que mi sonrisa parecería postiza, pero poco me importaba.

Me limpié las comisuras de los labios por si quedaban rastros de salsa marinara, entonces me deshice de mis sandalias antes de adentrarme en el lago. Tan solo metí los pies, refrescándolos con las caricias de la masa de agua que, pese a estar en verano, mantenía una sutil gelidez que despertaba mis sentidos, como corrientes de electricidad recorriéndome las venas. Dejé que los brazos del sol me golpeasen la espalda descubierta, escuchando el tintineo en la lejanía del cantar de los pájaros en el parque. Aquel día había pocos turistas, y los locales no solían aparecer por aquel sitio, no cuando en las islas vecinas sí se permitían las visitas libres.

Aquel era, sin lugar a dudas, uno de mis lugares favoritos de la región. Al inicio del verano, poco después de decidir que dos meses y medio junto a mi hermano eran más apetecibles que encerrarme en la empresa de mamá durante el infierno hecho calor que era Madrid por esas fechas, había creado una lista de lugares a visitar. Había comenzado por las ciudades más conocidas, e incluso había conseguido convencer a Aitor para hacer una escapada a Mónaco y otra a Liubliana. Luego, después de tachar de mi lista lugares como Milán, Verona o Génova, la había expandido hasta las Dolomitas, y más tarde, cuando los billetes de tren hacia el sur habían doblado de precio, hacia los tesoros escondidos de Lombardia. Como aquella isla que, aunque conocida, no solía despuntar como primera opción para realizar algo de turismo.

Aitor estaba cerca de terminar la carrera de Administración de Empresas en Cicero, una universidad privada aquí, en el norte de Italia, donde había construído una nueva vida. No era de extrañar, ya que siempre había quedado claro que él no tenía madera de seguidor, no de nuestra madre. Su sitio no estaba en el negocio familiar, en una de las tantas oficinas en la Castellana, sino fuera de la capital, donde arraigarse una vez terminase sus estudios. Yo, en cambio, todavía estaba a medio camino de graduarme en Derecho. Mi lugar estaba en España, concretamente en Guadalajara, donde había una universidad llamada Luisa de Medrano y, a pocas calles de ella, un apartamento regentado también por otras dos chicas que contenía los recuerdos de estos dos últimos años de mi vida. Mi experiencia universitaria resumida en cuatro paredes, un armario custodiando más zapatos de los que necesitaba, y una almohada que conocía más lágrimas de las que nadie había visto.

Gasolina directa al corazónTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon