Margaritas sempiternas

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Cada tarde, una simpática niña se sienta frente a la ventana de mi casa. Allí, a la sombra de los robustos árboles de mi jardín, lee desde la mañana hasta que se vislumbran los últimos rayos de sol en el horizonte. Está convencida de que la casa se encuentra abandonada. Lo noto al escucharla tararear pegajosas canciones y hablar con los pajaritos posados sobre las copiosas ramas de las acacias.

Pero, distingo su confusión al ver como las margaritas del florero permanecen impolutas todos los días. Mientras el resto de la vivienda sufre el paso del tiempo, aquellas flores cercanas al ventanal nunca perecen. Pese a mi vejez, procuro cambiarlas todos los días. Es mi única tarea rutinaria. Hace años que mis hijos y nietos han dejado de visitarme. Mi esposo se ha esfumado hace varias décadas, al perder la batalla contra el cáncer. Ningún vecino repara en mi presencia. Ni siquiera la pequeña lectora que aprovecha la tranquilidad de mi morada. Es así que permanezco todas las jornadas perdida en mi lecho. Como un vejestorio olvidado, atemporal, pululando en un estado incorpóreo entre las ruinas de un antiguo edificio, cuyo esplendor ha quedado en un pasado perdido. Espero con ansias el día donde el universo decida que por fin he finalizado mis pendientes en la tierra, para acabar con esta soledad y reencontrarme con mi querido marido. Aunque no culpo a nadie de este abandono.

Al fin y al cabo, ¿quién repara en los muertos encontrándose en plena vida?

Historias cortasWhere stories live. Discover now