—Porque apareció Arakaz... —dijo Óliver.

—Así es, muchacho. A nuestros oídos llegó la noticia de que un poderoso mago había reclutado un ejército de miles de hurgos y estaba atacando los lejanos pueblos del norte. Los pocos supervivientes que consiguieron llegar hasta la fortaleza de Gárador nos contaron que muchos habían muerto, pero que a los demás los dejaron vivir y los obligaron a unirse a su ejército. Su líder, al que llamaban Arakaz, tenía tanto poder en su palabra que nadie podía desobedecerle.

»Los días fueron pasando y cada vez llegaban más hombres a refugiarse a Gárador. Decían que un enorme ejército de hurgos y hombres con grandes poderes estaba atacando todos los pueblos que encontraban a su paso.

—¿Y qué hizo el Rey Garad? —preguntó Rodrigo.

—Convocó a todos los hombres libres que aún quedabamos en Karintia para formar un gran ejército. Consiguió reunir decenas de miles de soldados dispuestos a hacer frente a Arakaz y nos llevó a una ciudadela llamada Irdún. Recuerdo que no era una ciudad muy grande, pero estaba construida sobre un gran secreto. La colina sobre la que se habían construido sus muros albergaba una inmensa red de minas abandonadas por los enanos siglos atrás, y nosotros aprovechamos esas galerías subterráneas para escondernos y tender una emboscada al ejército de Arakaz.

—Pero no funcionó, ¿verdad? —preguntó Darion.

—Me temo que no, pequeño —respondió Erold—. Cuando Arakaz se dio cuenta de la trampa nos atacó con una fuerza como jamás se había visto. La ciudad estalló en llamas, el suelo se resquebrajaba, las minas se hundían... Dicen que tan fuerte fue su ataque que las llamas aún brotan entre las ruinas de Irdún, y así seguirán hasta el fin de los tiempos.

—Pero usted logró sobrevivir... —interrumpió Óliver.

—Efectivamente. Por suerte o por desgracia unos pocos de nosotros quedamos atrapados en una cámara subterránea. Cuando conseguimos salir varios días después, todo estaba arrasado. Ya no quedaba ni rastro ni del ejército de Arakaz ni del nuestro. Tan solo quedaban las ruinas de la ciudad, todavía envueltas en llamas.

—¿Y qué hicisteis entonces? —preguntó Aixa.

—Pues lo único que podíamos hacer —respondió Erold, bajando la mirada hacia la mesa—. Refugiarnos con los demás supervivientes en la fortaleza de Gárador. Afortunadamente el rey la había protegido con un hechizo para que el enemigo nunca pudiera encontrarla.

—¿Qué clase de hechizo? —preguntó Óliver.

—Nadie puede verla ni entrar en ella salvo que los que están dentro decidan abrirle la puerta. No se puede entrar ni siquiera a través de la magia. Ése era el poder que tenía el rey Garad, el de ocultar y proteger las cosas.

—¿Y el rey nunca volvió a enfrentarse a Arakaz? —preguntó Rodrigo.

—El Rey Garad nunca regresó de la batalla de Irdún. Supongo que murió atrapado en las minas, igual que la mayoría de nuestros compañeros. Los pocos que sobrevivimos no podíamos hacer nada para vencer a Arakaz.

Rodrigo se había quedado impresionado por la historia del rey Garad. Si no hubiese aparecido Arakaz, Darion y Aixa y todos sus amigos vivirían en un reino pacífico y próspero. Nadie tendría que esconderse ni temer por su propia vida o la de su familia. Ojalá Arakaz nunca hubiera existido. Ojalá el conde Zacara se hubiera quedado encerrado en su torre hasta morirse de hambre.

Rodrigo Zacara y el Espejo del PoderМесто, где живут истории. Откройте их для себя