Tormenta.

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Aemond no era adepto al té.

Pocas veces llegaba a encontrar en las infusiones el remedio que clamaban tener… más allá del sabor desagradable a hierbas hervidas, claro está.

Aún así, observaba detenidamente cómo lo preparaban.
Seguía con la mirada las manos de la sirvienta que colocaba las hojas dentro del colador de cobre para después sumergirlo en la tetera con agua hirviente.
No tardó en sentir el aroma del té llenar sus pulmones y una sensación incómoda se instaló en su pecho aunque prefirió descartarla tan pronto había aparecido.

A estas alturas ya podía considerarse un experto en rechazar los sentimientos negativos que le provocaban sus propios pensamientos.

Una vez el té estuvo listo, Aemond detuvo a la sirvienta antes de que tomara la bandeja en sus manos.

— No. Lo llevaré yo — le dijo con firmeza. Ella agachó la cabeza y asintió. Hizo una reverencia antes de retirarse y el príncipe se acercó para ver la taza vacía y la tetera humeante. Nada más y nada menos.

¿Podría algo tan simple traer alivio a su esposo…? Realmente no lo sabía. Las páginas de libros antiguos no podían contener la verdad absoluta… Y los maestres eran quisquillosos incluso con eso.

Decidió prescindir de la bandeja. Solo sirvió el té y tomó la taza con cuidado. El calor le calaba en los dedos pero no era insoportable.

Aemond salió en dirección de los aposentos de Lucerys.

Territorio prohibido y lejano desde que empezaron los primeros síntomas del embarazo. Pocos sirvientes tenían acceso y ningún miembro de la familia real era bienvenido. Mucho menos Aemond… Pero Corlys lo había dicho con razón:

¿Cómo negar una taza de té caliente?

Al subir las escaleras que conducían a la habitación de su esposo, Aemond tuvo que apartarse hacia la pared ya que vio bajar a una doncella a toda velocidad. La muchacha sollozaba y la seguían un par más, como persiguiéndola.
Al príncipe le dió la impresión de que la sirvienta se cubría la cara y, tal vez, estaba sangrando por alguna razón aunque pudo haber sido un reflejo de su imaginación.

Aemond conocía el temperamento de Lucerys. No sería a la primera sirvienta que su omega hiciera llorar con sus palabras afiladas.

Mientras subía los escalones se dió cuenta del silencio.

No había guardia en la puerta. No había murmullos ni conversaciones indistintas o el tintineo de las cadenas de un maestre.

Dudó por un segundo. ¿Siquiera estaba ahí dentro Lucerys…? Se acercó un poco más a la puerta. Podía escuchar algo aunque no identificaba el origen del sonido. Decidió llamar un par de veces con golpes sobre la madera.

— ¡Largo! — fue la respuesta inmediata de Lucerys. Había algo en su tono… Aemond tragó saliva. Por un segundo dudó. Pensó que quizá era mejor regresar más tarde. Era posible que Lucerys estuviera pasando por una rabieta y él menos que nadie quería tolerar ese calvario.

Dió un paso hacia atrás y entonces escuchó un estruendo seguido del sonido de vidrio rompiéndose y un golpe sordo.

El instinto fue suficiente como para abrir la puerta con una patada.

El té que había cuidado durante todo el trayecto se derramó en el suelo al romperse la taza aunque a Aemond no podía importarle menos su supuesto gesto de esposo amoroso y preocupado.

El olor de la sangre se impregnó en su nariz. Era espeso, como una neblina que inundaba la habitación.
Vio en el suelo una mesa derribada. Una jarra rota y agua que mojaba la piedra del suelo.

— ¡He dicho que te largues! — Lucerys chilló, recogiendo un cáliz del suelo y lanzándolo en dirección a Aemond. Estaba claro que se había caído, que estaba adolorido… Y que estaba alterado por la cantidad de sangre que manchaba sus piernas y su túnica.

Aemond intentó acercarse pero se petrificó al escuchar un alarido salir de la garganta de su esposo. Sonaba como un animal herido de muerte, que agonizaba…

Lucerys se abrazaba el vientre y se retorcía, víctima del dolor insoportable que amenazaba con partirle la espalda a la mitad.

No era ese el momento. No debía serlo. Aún faltaban meses para la llegada de su hijo… Y, sin embargo, el dolor lo hacía desear la muerte.
Se arrastró un poco para aferrarse al poste de la cama. Se hincó en el suelo con dificultad, sintiendo que la ropa se le pegaba a la piel por el sudor y la sangre.

Una vez más gritó de dolor aunque al final sonó más como un gruñido exasperado al pujar por instinto.

Aemond tardó en reaccionar. La escena era demasiado surreal para él.
Con un par de zancadas largas se acercó a Lucerys y sus manos revolotearon a su alrededor sin saber cómo tocarlo o cómo lidiar con la situación.
Finalmente fue Lucerys el que se aferró a su muñeca como un halcón que caza a su presa, clavando las garras en la piel para asegurarse de que no iba a escapar.

— Tengo que llamar a un maestre — le dijo en voz baja pero el castaño lo miró casi con furia. Aemond sintió que estaba viendo a una criatura digna de temer… la verdadera forma que se ocultaba bajo la imagen de belleza prístina y dulce que Lucerys pretendía mantener con tanto esmero.
Lo vio abrir la boca para decir algo más aunque lo que salió de entre sus labios fue otro grito de dolor acompañado de otro esfuerzo por dar a luz a su criatura prematura.

Era increíble cómo Lucerys, estando en el estado demacrado que lo había mantenido en cama durante los últimos meses tenía tanta energía como para dar batalla en ese parto forzado.

Aemond no sabía si las lágrimas que salían de sus ojos verdes eran de dolor o de rabia… y, sin embargo, no lo soltó.

No hasta que Lucerys prácticamente rugió de dolor y se desplomó entre los brazos del alfa, que se negó a mirar aquello que había salido de entre las piernas de su esposo, inmóvil, rojizo y acompañado de una cantidad imposible de sangre.

•••

Lucerys miraba el fuego fijamente.

Parecía encontrar confort en cómo las llamas lamían y consumían la leña que poco a poco cedía y se resquebrajaba ante el calor.
Su mirada y su expresión eran indescriptibles. Como si estuvieran vacías y al mismo tiempo llenas de complejos pensamientos.

— El maestre dijo que debías reposar en cama unos días más — Aemond cerró la puerta detrás de él. Lucerys no lo miró de inmediato. El alfa se acercó con cautela —. Tu cuerpo debe recuperarse. Perdiste demasiada sangre.

— Iksan daor nākostōbā (No soy débil).

— No dije que lo fueras — murmuró Aemond.

— Tenemos que intentar otra vez — Lucerys lo miró finalmente. La luz del fuego proyectaba sombras extrañas en su rostro. Aemond parpadeó un par de veces —. Probablemente ha sido una señal. Lo que ha pasado… no estaba destinado a ser… El heredero.

— Lucerys…

— Estamos muy cerca — interrumpió el castaño. Se apartó de la chimenea pero el movimiento fue tan rápido que se tambaleó, mareado por la falta de descanso. Aemond logró sostenerlo para evitar su caída —. No podemos… No debemos…

— Lucerys. Tienes que descansar… — el omega tomó el rostro de su esposo entre sus manos, casi desesperado. Aemond pudo percibir su aroma volverse un poco más intenso. Negó con la cabeza e intentó retroceder pero Lucerys era bastante fuerte —. Apenas han pasado unos días. Si nosotros… No voy a…

— Por favor… — suplicó con voz suave —. Por favor, Aemond… Esto es todo lo que hemos deseado. No podemos perder el tiempo. Gūrogon nyke.  Sagon iā zaldrīzes.  Sagon ñuha zaldrīzes (Tómame. Sé un dragón. Sé mi dragón.)

Aemond empezó a dudar pero el pensamiento se disolvió al sentir los labios de Lucerys sobre los suyos.

𝗧𝗲𝗻𝘁𝗮𝗰𝗶𝗼𝗻 • 𝗟𝗨𝗖𝗘𝗠𝗢𝗡𝗗 • [TERMINADA]Where stories live. Discover now