La Musa de Oro

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Para Yatora era extraño estar poseído por la "inspiración", a decir verdad, a veces dudaba de que tal cosa existiera. Pero ahí estaba, a las tres de la mañana, por completo absorbido entre carbón y papel. Dibujaba frenéticamente, una sola cosa en su cabeza. O, mejor dicho, una sola persona. Él, siempre él, le volvía loco.

Los sentimientos carecen de todo sentido, su relación con "él" tampoco tuvo sentido, ni en un inicio ni ahora mismo. Y, aun así, ahí estaba él, dejándose absorber por la que admitía era una fiera hermosura. Se daba vergüenza, estaba totalmente avergonzado de sentir y pensar de forma tan cursi, tan incorrecta e inapropiada... y por un chico. Por supuesto se dijo de todo para disuadirse: "Sólo te gusta porque se parece a Mori-sempai", "Sólo encuentras un poco encantador el negro de su cabello con esos tiernos lunares que adornan tan perfectamente su rostro", "Es esa piel tersa, es esa simetría".

Ah, ¿Qué diría él si pudiera escuchar lo que ahora rondaba en su cabeza? Podía imaginar sus ojos y su mueca de disgusto, "Eres asqueroso", le diría con un murmullo. ¿O quizás se espantaría? ¿Huiría? Yatora no pudo evitar reír mientras seguía deslizando suavemente el carboncillo, dándole sombreado a las perfectas facciones que estaban en su mente. "Es hermoso, es inteligente, un prodigio... lo odio tanto que se me retuerce el estómago".

Antes de darse cuenta el cuarto dibujo de esa noche estaba terminado. Observó su obra. Y ahí estaba: Yotasuke Takahashi. En su mayor esplendor, en diferentes ángulos, en todos con esa mirada que recordaba a la de un gato molesto y a la defensiva de todo aquel que quisiera acercarse. Pero también logró capturar algo que le tenía tan obsesionado como sus expresiones de disgusto y desdén: Sus pequeños momentos de suavidad y temor. Cuando el gatito se transformaba en un débil conejo, hambriento de compañía y de amor.

Celos revolotearon en su estomago al recordar que ambos estaban avanzando y no siempre parecía que en la misma dirección. "¿Qué diría Hashida si supiera de mis sentimientos? Seguramente me diría: das miedo, Yaguchi... Y sí, doy miedo, me doy miedo a mí mismo, esto está mal, está mal...", y aun si estaba mal, ya estaba empezando otro dibujo. Uno más atrevido. Su imaginación lo estaba llevando a lugares prohibidos. Su dibujo despojaba a Yotasuke de sus ropas, podía darse una idea de las proporciones. Su rostro ardió al percatarse de lo sencillo que eso era, de cuánto lo había estado observando para saberlo.

Un tigre que busca devorar a un conejo, pero el tigre es el gato cobarde, y el conejo es la bestia con garras tan afiladas que pueden dejarte hecho trizas.

Se mordió el labio, tomó un pincel y mojó donde había dejado grafito, el efecto de acuarela le parecía apropiado para resaltar el trazo. Se preguntó si tenía lunares en otras partes, si serían hermosos secretos que alguna vez le entregaría a alguien. Dicen que los lunares tienen una conexión con los besos más frecuentes de una persona amada. Tendría sentido, si pensaba en aquellos lunares en su rostro, uno en cara mejilla, podía entenderlo. Lo besaría cada día en cada mejilla hasta que su pequeño conejo se suavizara y derritiera en su agarre. Pero no tan fuerte, porque seguro agitaría sus patas hasta escapar.

Yatora jamás pensó que encontraría a una musa, ¿Quién podría pensar en musas cuando ni siquiera se percibe con los dotes y habilidades para crear a capricho? El mundo del arte en su divinidad parecía tan ajeno a él, era natural concebirse como un intruso. Pero estaba equivocado. Yotasuke se había vuelto su inspiración. O quizás sus sentimientos y susurro del deseo eran su inspiración en sí. No podría asegurarlo. Pero no quería que se detuviera, quería seguir, seguir y seguir.

Entonces no pudo soportarlo más y dejó el papel. Tomó los colores, tomó el lienzo y empezó a pintar.

Sin poder ser del todo sincero, lo pintó de espaldas, cambió un poco el cabello, solo un poco, pero plasmó sus manos perfectamente, estaba enamorado de esas manos y lo que podían hacer. Y dejó un camino de lunares que, sin importar su real existencia o no, tenían un mensaje, una confesión hasta para sí mismo. Deseaba posar sus manos en esas zonas, besar suavemente, escuchar la voz entrecortada de Takahashi.

La musa de oroWhere stories live. Discover now