Introducción

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¿Alguna vez han visto esos comerciales donde la gente arruina la más simple de las tareas de la manera más estúpida posible? Bueno, eso es básicamente lo que pasó aquí.

El reloj recién había marcado las seis de la mañana con cincuenta y cuatro minutos y la cocina ya era un completo desastre, todo cortesía de su tan amada y adorada familia.

Era en momentos como este que Emma debía recordarse a sí misma cuánto amaba a su familia y que cometer homicidio no era una buena manera de empezar el día, además de ser ilegal. Emma estaba segura de que para este punto ya debería de estar acostumbrada al gran desastre que había en su casa las veinticuatro horas del día los siete días de la semana, pero realmente le resultaba muy difícil acostumbrarse a eso. ¿Realmente siempre debía parecer que una manada de rinocerontes seguidos por un huracán habían querido hacer un recorrido turístico por el lugar?

Para su desgracia —o suerte, aún no lo decide— no había sido ningún desastre natural (estaba segura de que no contaban como desastre natural, o eso decía la guía de preguntas frecuentes de la compañía de seguros), o una manada de animales salvajes (que de nuevo, era algo que Emma tuvo que consultar dos veces solo para estar segura), sino su querida familia.

Sin siquiera poner un pie en la planta baja, aún admirando todo con mirada cansada y parada en el último escalón de las escaleras, ya podía ver harina volando en todas direcciones, platos rotos contra la pared, toda la cubertería de la casa apilada en varias torres sobre la mesa, y le llegaba un olor entre quemado y carbonizado que la hizo arrugar la nariz en desagrado.

Así que lo de siempre, entonces.

Tras un largo suspiro de sufrimiento y estirarse como si estuviera a punto de correr un maratón —aunque solo iba a tratar de cruzar la planta baja hasta llegar a la cocina—, Emma finalmente bajó el último escalón que le faltaba y empezó a caminar, recogiendo el desastre existente y tratando de evitar mayores daños a la propiedad.

Primero, la adolescente se acercó con cuidado a la responsable de los platos rotos contra la pared, que seguía lanzando platillos voladores —literalmente— en dirección de otro niño que esquivaba con demasiada facilidad para ser algo nuevo.

Mara, a primera vista parecía una niña tierna e inocente de largos rizos rubios y grandes ojos color olivo, y también la menor de los hermanos de Emma, pero Emma sabía muy bien que ese no era el caso. Mara seguía muy ocupada lanzando los platos de porcelana que le quedaban entre las manos a su otro hermano, así que no notó cuando Emma se acercó detrás de ella y le arrebató los platos, inmediatamente levantándolos fuera del alcance de la pequeña niña.

—¡Hey! —fue lo único que pudo decir Mara tras la repentina intervención antes de que Emma ya se hubiera deslizado detrás de la mesa y llegara exitosamente a la cocina, de la cuál aún se desprendía un olor a quemado que no parecía molestar a nadie más en la casa.

Tras apagar la estufa y poner en el gabinete más alto de la alacena los restos de la vajilla que seguían intactos, Emma finalmente volteó a ver a la otra persona de la cocina. Su padre, o Gifflet, como ella lo llama, estaba mirando a la nada, con una taza en la mano, en lo que Emma asumía era otro de sus "viajes astrales". Eso explicaba que haya quemado lo que sea que haya sido lo del sartén en la estufa.

Emma le tocó el hombro, sacando al hombre de su burbuja mental.

—Oh, buenos días Emma —saludó a la muchacha frente a él—. ¿Cómo dormiste? —le preguntó como si no hubiera estado a punto de incendiar la cocina tan solo medio minuto atrás.

Emma no contestó enseguida, primero vio cómo Gifflet removía el contenido de su taza antes de darle un sorbo haciendo una mueca de disgusto solo para tomar otro sorbo inmediatamente después.

Arrullo de la Muerte: OtoñoWhere stories live. Discover now