Grisanbela miró al suelo con la mirada perdida. Pepito no supo que decir.

—Yo...

—¡Pepito!¡Dónde está Pepito!

Elphaba se había despertado del calambrazo que Grisanbela le había soltado, asustada pero con la mirada cargada de decisión.

—¡Aquí, aquí! Estoy bien, no hay nada que lamentar —la consoló de inmediato Pepito—. Elphaba, creo que...

Elphaba agarró a Pepito y le colocó tras de sí, enfrentándose a Grisanbela.

—¡Vaya! Cuánto afecto por un simple grillo —dijo sorprendida la bruja del Este.

—Ni se te ocurra tocarle un pelo —amenazó Elphaba, enseñando sus dientes afilados.

Grisanbela se limitó a encarar una ceja. Con un grito de rabia, Elphaba alzó su varita e hizo estallar el muro tras la bruja del Este. Grisanbela se limitó a transformar los pedruscos en copos de nieve, pero en vez de contraatacar, hizo un movimiento hacia la otra pared, la cual se separó a su comando.

—Márchate y vive otro día, Elphaba. Sé que tienes asuntos que atender, y aquí no haces más que perder el tiempo. Como vuelva a verte por mi castillo no esperes correr la misma suerte —amenazó.

Elphaba dudó, todavía llena de furia.
Pero reconocía la superioridad de su rival. Con un chasquido cargado de frustración, hizo aparecer su escoba y se montó en ella.

Antes de salir volando juntos, Pepito pudo girarse justo a tiempo para ver cómo Grisanbela se despedía con un gesto.

—No deberías haber actuado así—le recriminó Pepito de inmediato a Elphaba—. Grisanbela no es tan mala como piensas.

—Ya hablaremos de esto cuando lleguemos al castillo —dijo Elphaba con un tono helador.

Pepito escaló hasta el sombrero de la bruja y se sentó con las piernas y brazos cruzados. Elphaba estaba realmente de mal humor, así que debía pensar muy bien las palabras que iba a utilizar más tarde.

Ambos guardaron silencio durante el trayecto, pero cuando la silueta del castillo del Oeste apareció en el horizonte se dieron cuenta de que algo iba mal. Los monos alados volaban en círculos por encima del patio, gritando y dando puñetazos al aire. Cuando Elphaba y Pepito estuvieron lo bastante cerca para ver el motivo, todo enfado desapareció de sus cabezas.

En el umbral del bosque encantado, un gran grupo de estrafalarios jinetes se acercaba.

—Y ahora que demonios ocurre —se lamentó la bruja.

Elphaba, harta de todo, decidió volar a su encuentro. Pepito no pudo evitar fijarse en aquél grupo tan heterogéneo: caballeros con el rostro oculto bajo su yelmo, encasquetados en una brillante armadura y luciendo orgullosos blasones en sus lanza, acompañados de pajes y escuderos, montando grandes caballos de guerra, pero también había hombre con turbante y rostro trigueño, montando a camello, armados con espadas curvas en sus caderas por encima de sus pantalones bombachos y sus babuchas de color morado. Había también hombres de rostro asiatico, algunos con el rostro cubierto por mascaras con formas de demonio rojos, estos armados con largas espadas de casi dos metros, montando caballos negros de aspecto más ágil que el de los primeros caballeros. Incluso había un jinete de piel oscura como la noche, cubierto tan solo por un taparrabo, armado con una lanza a lomos de una gacela.

Todos ellos llevaban consigo animales de todo tipo: perros blancos y peludos saltaban con la lengua azul fuera delante de los caballos,tigres amaestrados seguían a sus jefes sin rechistar, halcones volaban por encima de los samurais, e incluso varias serpientes se podían ver entre los matojos.

De príncipes, brujas y grillosWhere stories live. Discover now