Capítulo 9

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Una gigantesca mano me estrujo, me partió y me lanzó al vacío; me sentí como un muñeco por el que dos niños pelean y tiran de él hasta romperlo, arrojarlo con furia a un charco y aplastarlo a pisotones en medio de una lluvia de agua sucia.

Caí hacia la nada, atravesando nubes cáusticas que abrasaban mi piel, incendiaban mi alma y calcinaban mis pensamientos. La confusión, alimentada por la pérdida del recuerdo de quién era, tan solo cesó con el fuerte impacto contra algo blando.

El corazón estaba a punto de explotar, cada latido tenía la fuerza del puñetazo de un boxeador que golpea el interior del pecho en busca de quebrar las costillas. Solté un grito ahogado, me incorporé y durante unos segundos apenas fui consciente de dónde me encontraba. Mis respiraciones resonaron produciendo un leve eco mientras el sudor descendía por mi frente y por la espalda y empapaba las cejas, la cara y la ropa.

Al darme cuenta de que me encontraba en una cama, me quité la sábana de golpe, la lancé fuera del colchón y observé el suelo, las paredes y el techo acolchado; todo lo que recubría la estancia era de un intenso negro y tenía decenas de símbolos pintados con bilis y sangre —cuadrados, rectángulos, círculos, hexágonos, triángulos y algunos más—, cada uno de ellos estaba rayado con finas líneas que parecían trazadas con las entrañas de gusanos en un alto estado de descomposición.

—¿Dónde me has encerrado ahora? —susurré, antes de levantarme, caminar unos pasos y sentir cómo se hundían mis pies en la superficie blanda—. Maldito Antecesor. —Miré el pijama a rayas que llevaba puesto antes de recorrer la habitación con la mirada en busca de una salida, sin encontrar más que superficies acolchadas—. Saldré de aquí e incineraré tu esencia.

Calmé todo lo que me fue posible la ira, aparté los pensamientos en los que recreaba el instante en que arrojaría decenas de llamaradas contra el Antecesor, cerré los ojos e inspiré con fuerza.

—Vas a pagar —mascullé mientras abría los párpados.

Caminé por la habitación, puse la mano en una pared acolchada y la recorrí hundiendo un poco los dedos. Me detuve al alcanzar un símbolo octagonal y lo acaricié con suavidad. Me concentré, traté de prender la llama para que su calor me ayudara a saber dónde estaba y cómo escapar. Me esforcé tanto que la sangre brotó de la nariz y empapó la barba hasta gotear hacia el suelo.

—Vamos... —pronuncié entre dientes.

Aguanté los pinchazos en las sienes y el mareo, no me podía permitir rendirme, continúe varios minutos hasta que el dolor de cabeza fue tan intenso que las venas del cerebro, como globos retorcidos con fuerza, estuvieron a punto de estallar.

Apreté los dientes, me separé un poco y lancé un puñetazo tras otro contra la pared acolchada mientras no paraba de gritar.

—¡Cobarde! —bramé— ¡Eres un maldito cobarde!

Seguí golpeando la pared con los puños, con los codos y con las rodillas, inmerso en una frustración que me carcomía las entrañas como si hubiera llenado mi estómago con un litro de disolvente. Jadeé, los nudillos me temblaban y la intensidad de los latidos me golpeaba los tímpanos. Lancé un último puñetazo, apreté los dientes, alcé un poco la cabeza y grité.

La impotencia era tan grande que sentí toda esperanza evaporarse como si el asfixiante calor de un desierto de dolor, agonía y sufrimiento, la descompusiera gota a gota. Me giré, me tapé la cara con las manos, apoyé la espalda en la pared y dejé que resbalara hasta quedar sentado en el suelo.

—Os he vuelto a fallar —murmuré con la voz quebrada, preso de un punzante pesar y de una tortura que humedeció mis ojos y me hizo sollozar.

Mientras mis pensamientos me fustigaban con visiones de los cuerpos agonizantes de mi mujer y mis pequeños, deformados por los cristales oscuros que los convirtieron en portales para las ascuas extintas, y de un Antecesor que terminaba de consumir sus almas, una ráfaga de aire gélido surcó la habitación, pegó el pijama a mi piel y caló en mis huesos.

El sacrificio de un don malditoWhere stories live. Discover now