Capítulo 4

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Las llamas de la chimenea ejercían un hiriente influjo melancólico. La danza del fuego, que teñía el salón con tonos anaranjados, junto con el rítmico encadenamiento de débiles chasquidos del crepitar de la madera, me sumergía en un mar de recuerdos. Como un buzo que sufre hipoxia cerca del fondo, sepultado por los restos de barcos hundidos, navíos que una vez trasportaron alegría y no desaliento, me era imposible evitar que de mi memoria se desvanecieran los momentos de felicidad, morían como las células del cerebro al privarlas de oxígeno.

Ya no sabía si la atmósfera de ese edificio abandonado, donde solía pasar las largas semanas en las que las visiones casi se trasformaban en un desagradable recuerdo, provenía solo del destino de sus antiguos habitantes, del dolor provocado por el polvo, o si mi presencia acrecentaba la sombría carga y mi pesar calaba en las paredes, el techo y los cimientos.

Lo desolador era que esa casa se había convertido en lo más parecido a un hogar, lacerante, con un aire irrespirable, plagado de fantasmas, pero a su forma acogedor. Era un edificio de dos plantas, viejo, que conservaba algunos muebles rotos —armarios destartalados, sillas cojas, mesas a punto de partirse, sofás roídos y camas desniveladas—. Las puertas no encajaban bien y las bisagras producían un chirrido infernal, tan punzante y molesto como el de un cuchillo al rasgar un espejo. Tuve que sellar con cartones varias ventanas, espantar las aves oscuras que migraron a la ciudad tras La Plaga y usar las ramas amontonadas en la bañera como leña.

Era una casa sin comodidades, sin electricidad y en la que era necesario utilizar cubos de agua, llenados en el tramo de un cauce subterráneo que alcanzaba la superficie a unas calles, para el lavabo y el inodoro. Aunque había un par de camas en la planta de arriba, me pasaba las horas en un incómodo sofá cerca de la chimenea, contemplando el fuego antes y después de dormir, necesitando su compañía, con la seguridad de que su luz y calor estarían ahí cuando las pesadillas me liberaran; las llamas alejaban parte del pasado, volvían más soportable el presente y convertían el futuro en algo menos negro.

Cuando llegamos a la casa, antes de acomodar a la mujer, quité los cojines endurecidos del sofá, rajé la espuma de un colchón, coloqué un pedazo, lo cubrí con una sábana y la tapé a ella con otra. No era lo más confortable, pero al menos le permitiría descansar.

Me senté cerca de una mesa, llena de ralladuras en la superficie y con el barniz desecho, que crujía al apoyarse, coloqué una botella de una bebida con una alta concentración de diurmina, la mejor aliada para mantener alejado el sueño y permanecer despierto por días, y me fui sirviendo poco a poco, bebiendo mientras pasaban las horas, tan solo levantándome para alimentar el fuego de la chimenea.

Allí sentado, casi me sentía una parte más de la casa, una pared, una baldosa o una tabla del suelo, algo incapaz de escapar al aura oscura del edificio.

Asumiendo mi destino, cogí el vaso, lo acerqué a los labios y di un pequeño trago mientras dirigía la mirada hacia un cuadro en el que aparecía la familia que una vez vivió ahí, antes de La Plaga y de las purgas.

—Debería haberlo quitado hace mucho —me dije, casi recriminándomelo, tras apurar el vaso y dejarlo en la mesa—. Aunque ¿para qué? Mejor que esté ahí y me recuerde por qué no merezco ni la paz ni el perdón.

Una brisa, impregnada por un olor ácido que vició el aire, me previno de la repulsiva visita.

—Eres tan predecible —pronunció el desgraciado del traje rojo reluciente, antes de bordear la mesa y apoyarse en una pared cercana a la chimenea—. Sigues atado a los lugares que alimentan tu dolor. Eres un adicto al sufrimiento. —El odio y la rabia que me producía tensaron mis facciones y arrugaron mi rostro—. Vives entre el pasado y el futuro. Eres una de las pocas personas que no tiene presente, que ni siquiera lo malgasta porque está atrapado en una prisión de pensamientos sombríos y recuerdos agónicos. —Dirigió la mirada hacia el cuadro—. Tu corazón aún late, pero tú estás muerto. Tu vida acabó el día en el que quemaste la esperanza. Respiras tan solo para odiarte, para mirar a los fantasmas, para sufrir ante sus siluetas calcinadas y suplicar que te castiguen por lo que pasó, por lo que hiciste. —Guardó silencio un segundo—. Deja de arrastrarte como una rata malherida, revolcándose en su miseria, toma el control y pon fin de una vez por todas a esos aficionados a derramar sangre. —Me miró de reojo—. Eso o mantente llorando toda tu vida, sabiendo que no hay salvación para tus muertos. Los condenaste, los maldijiste, pero por egoísmo impides que partan.

El sacrificio de un don malditoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن