Porque había una cosa más importante para la iglesia que un misionero con su hija, viajando; el estado de guerras constantes que se había desarrollado en todo el país, durante los últimos nueve años, por la regencia de María Cristina de Borbón. Y aunque Sara, con su familia, estaban lejos de los conflictos de la península, se sentía.

Mayoritariamente, en la comida y la cantidad hombres jóvenes que se embarcaban en los buques para marchar a tierra firme.

Por la noche, en su pequeña casa, podía escuchar a su madre a través de las paredes, orando, para que no se llevaran a sus hermanos varones. Sara se unía, porque aunque al día siguiente estuvieran correteando por la playa y lanzándose tierra e insultándose entre ellos, se amaban.

Y no deseaba, bajo ningún concepto, que sus hermanos fueran a luchar guerras en nombre de ninguna corona. Cosa que todos en su familia estaban de acuerdo, aunque no fuera dicho en voz alta.

Su padre había aceptado con poca lucha, pero su madre había sido un hueso duro, y solo después de mucho pedir, suplicar y rogar, había aceptado con la condición de que se vestiría lo más tapado posible, y que estaría junto a su padre en todo momento, que no se apartaría de su lado.

Y habían pasado varios meses desde eso.

Los neerlandeses habían parado solo por breves días en la isla para descansar, antes de seguir su ruta comercial, que iría a las Indias Orientales⁶ y seguiría hasta acabar en Japón. Y hasta ahora, Sara estaba maravillada con la cantidad de personas que habían conocido.

Tu padre es diferente a otros misioneros que he conocido.

Sara saltó ante la repentina voz que vino desde su izquierda en inglés, giro y miro al señor Antoon, uno de los marineros que los habían acompañado en cada momento fuera del barco, a petición del capitán, desde que habían embarcado. Era alto, con cabellos rubios como el trigo y piel quemada por largas horas al sol, sus ojos eran marrones y miraban a su padre con suspicacia.

¿Por qué? ¿Por qué no agita la cruz en sus caras? —. Pregunto Sara en voz baja

Y aunque las tuvieran, no lo harían, según su madre, era de mal gusto y Sara estaba de acuerdo. El señor Antoon negó y le dio un vistazo de reojo. —Porque no quiere que nos convirtamos.

Sara suspiró y trato de pensar la mejor manera de explicar, porque aunque eran católicos para todos en su comunidad, su padre les recordaba que también eran buenos cristianos. Y como buenos cristianos, cargar la cruz encima, que era un recordatorio del dolor que Jesús había pasado por ellos, era desagradable. Que tratar de convertir a alguien nunca había traído buenas consecuencias.

Su padre estaba más de lado de los protestantes de lo que jamás podría admitir en voz alta.

Ustedes creen en Dios, y creen en Jesús. Es suficiente para mi padre. —Lo explico de manera sencilla. El señor Antoon entrecerró el ceño, y Sara continuo: —Mi padre es un hombre de conocimientos, señor Antoon, y mucha fe. Nunca se negaría aprender sobre usted, y lo que crees, si le hace una buena persona.

¿Qué me dices de los Santos?

Sara abrió la boca, pero la cerró con la misma rapidez, porque el barco subió lo suficiente para que sus pies casi se despegaran del piso de madera, y se puso rígida, agarrando la barandilla, pero no fue suficiente para su estabilidad, así qué, el señor Antoon, sin respetar su espacio, la tomo por el brazo, anclándola hacía bajo.

Tardo varias respiraciones en calmar su estómago, mientras el barco volvía a mantener su bamboleo suave.

¿Estás bien?

El secreto de la Corte ©Where stories live. Discover now