Capítulo 1

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Octubre, 1839

En algún punto del Mar de Filipinas.


El suelo bajo los pies de Sara se tambaleaba, pero el Sophia Elizabeth¹seguía un curso favorable a horas del mediodía. Sara se agarró fuerte de la barandilla tras de ella, partes de la madera astillada perforaban sus palmas, acostumbrada a la sensación, apenas se crispó, porque no era comparado con la incomodidad que sentía en el estómago por el bamboleo del barco.

Pero, aunque, su centro de gravedad se había sentido inestable y no había podido mantener las dos comidas enteras, Sara no había perdido la sonrisa que había tenido los últimos meses.

Porque capaz no podía mantener dos comidas, pero ahora era capaz de comer papilla sin vomitarla.

Por otro lado, ella tendía hacer demasiado optimista.

Sara miró a su padre, sentado en el medio de marineros y comerciantes, con su biblia en la mano, y su sonrisa creció. Porque su padre estaba cómodo en medio de las preguntas y el recelo de algunos.

El viento estaba fresco y saboreo el salitre en sus labios. Sara se abrigó más y apretó más su velo alrededor de su cabello. Era un hiyab², que le había regalado una mujer en el puerto de Batavia³.

Al principio, cuando la mujer, musulmana por su vestidura, la abordo en pleno puerto, Sara se había mostrado insegura, ya que la manera de hablar había sido rápido, y apenas había podido entender una que otra palabra en árabe.

Sara reconoció que, de su familia, todos escolarizados, era la que menos oído tenía para las lenguas.

Pero, pase a la inseguridad de no entender, la mujer había sido firme al darle la tela, y Sara se había distraído solo un segundo, viendo lo que había sido arbitrariamente colocado en sus manos, pero había sido tiempo suficiente.

Porque la mujer aprovecho para desaparecer entre el tumulto de gente.

Era oscuro, no gris, pero tampoco marrón, hecho de lino, media aproximadamente un metro, y Sara envolvió su cabeza. Ni siquiera pensó antes de hacerlo, solo lo hizo.

Su padre, misionero⁴ desde hacía veinte años, la vio, sonrió bajo su barba rubia y espesa, y le dijo en tono afable:—Creo que ese color no te favorece, Sara.

Y no, no lo hacía, pero combinaba muy bien con el color de su vestido, que era gris. Su madre había insistido en que usara los colores más apagados posibles, colores que la hacían ver enfermiza, y aunque Sara quería refutar, lo había concedido sin una palabra.

Por muy buenas razones.

Era la mayor de dos hermanos y dos hermanas, tenía veintidós años y era consiente que había tenido toda la libertad que una mujer de su edad no tenía. Pero cuando su padre había llegado de la iglesia, diciendo que se embargaría con los neerlandeses, en su ruta comercial, para repartir la palabra, Sara había saltado, queriendo más de esa libertad.

Porque quería ir.

Nunca había salido del pueblo, de la isla, su padre había repartido la palabra a cada lugar al que podía ir, en su juventud, incluido las Colonias, pero luego de casarse, se había mantenido en la isla, a pedido de la iglesia.

Para Sara, era una oportunidad en un millón.

No era ortodoxo, que ella, como mujer y a su edad, acompañara a su padre a su misión, pero nadie estaba preocupado por eso. Y solo el capitán y la tribulación del Sophia Elizabeth estaban al tanto.

El secreto de la Corte ©Where stories live. Discover now