XVIII

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Toda la ebriedad que podía haber perturbado los sentidos de Adrien Gladious se esfumó de su sistema en cuanto levantó las manos sobre su cabeza, como un acusado a punto de recibir su sentencia, mientras doce espadas —las contó —, le apuntaban directamente a la garganta.

La lira rebotó en el suelo, con un ominoso eco metálico, y el silencio se hizo en la abarrotada habitación. Este  sólo se interrumpió con el eco de unas pisadas apresuradas, que provenían del exterior.

Un instante mas tatde un hombre apareció en la habitación, delgado y vestido con ropa de cama. Se detuvo horrorizado ante la imagen, para luego abrirse paso entre los guardias con empujones desesperados hasta llegar a la niña, que solamente dejó de gritar cuando él la rodeó entre sus brazos y la apretó contra su pecho de forma protectora.

—Anúnciate, intruso —uno de los guardias bramó, con su voz ahogada detrás del casco —. Y di la razón de tu presencia.

Adrien volvió los ojos a él, solamente para ver que la punta del arma le rozaba la esmerada de su arete, a un suspiro de su piel. Se abstuvo de tragar, temiendo que el movimiento fuera suficiente para que le cortara la garganta.

—Adrien Gladious —anunció, tal y como se le había ordenado, pero no hizo falta explicar su presencia. De inmediato todas las armas se levantaron en un movimiento brusco, y lo siguiente que se oyó fue estruendo de las rodilleras metálicas hincadas en el suelo, en un conjunto de reverencias demasiado pronunciadas.

Solo él y la pequeña permanecieron de pie. Se observaron a través de la sala, bajo una decrépita luz ocre, durante un momento que fue lo suficientemente largo como para que pudiera comprender la situación que lo rodeaba.

«Me lleva el Guardián»

La niña tembló confundida, y su rostro se contrajo al contener el llanto, pero aún así se reverenció ante a él, lo que hizo que Adrien recuperara sus sentidos e hiciera lo que mejor sabía hacer: articular una muy falsa y encantadora sonrisa.

—Por favor, no tienen que hacer eso—se apresuró a decir, acortando las distancias para ofrecer una mano hacia la niña. Nadie lo detuvo —. No tienen que arrodillarse.

La pequeña observó la mano extendida ante ella por un momento y, cuando finalmente la tomó, lo hizo con tanta delicadeza que se sintió como sostener una pluma.

No pudo evitar estudiarla minuciosamente. Sus ojos eran pozos oscuros, fundidos en una preocupación que no era propia de un infante, y su boca se apretaba como si estuviese conteniendo la necesidad de derramar más lágrimas. Pero lo que dejaba a Adrien sin habla era el exacerbado parecido que guardaba con Zlatan. Había demasiado del príncipe en su largo cabello oscuro y cejas prominentes. Si no hubiese tenido las mejillas tan llenas habría sido una copia exacta de él.

Un millar de preguntas se atiborraron en su mente, pero se limitó a señalar al hombre en el suelo con una tranquilidad tan fingida como su sonrisa.

—Tu amigo también debería ponerse de pie.

—Erric es mi tutor— ella señaló mientras se inclinaba y le indicaba que se pusiera de pie con unas palmadas en el hombro.

Adrien observó cómo Erric, desde el suelo, movía las manos en rápidos gestos que para él carecían de sentido, sin embargo, la niña se volvió hacia él con la frente arrugada en preocupación.

—Erric dice que es un simple sirviente, y que no es digno de estar en presencia del concubino real —explicó la niña, con tímida voz —. Y nos disculpamos por este pobre recibimiento, y... —se volvió hacia su tutor vacilante antes de finalizar —por favor, imploramos que guarde este secreto.

Un príncipe para el príncipe #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora