Capítulo 2: El esclavo del rey de reyes

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A Jin Guangyao se lo regalaron cuando todavía no era el rey de reyes. Lo llevaron encadenado; pies, manos y cuello. Lo hicieron arrodillarse ante él y le dijeron que era el mejor esclavo que habían capturado de los Wen cuando la campaña para derribar el sol triunfó y el desierto dejó de estar cautivo del norte. Xue Yang sonrió enseñando los dientes, retándolo, a ver si Jin Guangyao lo domaba.

Y Jin Guangyao respondió a su sonrisa y cuando le desfiguró la marca del hierro ardiente con la forma del sol que los Wen habían puesto en su piel a punta de una daga, ignorando el sonido que hacían los dientes de Xue Yang al rechinar para evitar gritar del dolor, pronunció las palabras que Xue Yang no olvidaría jamás.

«Puede que los Wen fueran tus amos», dijo, con una voz suave y hasta gentil, «pero yo voy a ser tu dios, Xue Yang».

Lo marcó en el hombro izquierdo, al contrario de donde quedó la cicatriz bulbosa donde antes había estado la carne quemada que formaba un sol ardiente en lo alto del cielo. No le ofreció ni un paño para morder y sonrió complacido cuando Xue Yang no pudo contener el grito de dolor que se arremolinó en su garganta. Y desde entonces, Xue Yang tuvo en el hombro izquierdo una peonia marcada con hierro al rojo vivo y se rio de la ironía al pensar que el mayor clan del desierto tenía una flor que no crecía en él como emblema.

―Chengmei.

«No pronunciaré el nombre que usaste con los Wen, no ensuciaré mi boca con ello. ¿Y no es dios quien nombra a sus súbditos?»

―Lianfang-zun.

Lo dice sin ironías, pero con el tono que, hasta esa época, es la mayor decepción de Jin Guangyao. Desearía que Xue Yang se hubiera doblegado ante él como si fuera una deidad, pero lo único que ha conseguido es aquel tono desinteresado, porque Xue Yang ha aprendido que a veces conviene estar en el lado amable de Jin Guangyao. Se entiende con él en la única manera en que se entienden dos seres como ellos, la única manera en la que Xue Yang ha aprendido a entenderse con aquellos que blanden el látigo, la amenaza, el hierro candente.

―Vendrá el general del norte.

El desierto está lleno de reyes y generales. Los hay en los cuatro puntos cardinales, intentando mantener sus territorios. Al final, todos le responden a algún amo y, en muchos casos, ese es Jin Guangyao, Lianfang-zun.

Cuando Xue Yang llegó a sus pies, Jin Guangyao no era rey de reyes, Jin Guangshan todavía estaba en el trono y Jin Zixuan aún estaba vivo.

Fueron los tiempos tras la campaña para derribar el sol, los tiempos en que el Yiling Lazou se atrincheró en el norte con los últimos Wen vivos, los tiempos en los que se rumoró que en el norte había poderes que no comprendían.

Pero luego murió Jin Zixuan y murió su esposa, una princesa real, y Jiang Wanyin mató al Yiling Lazou y Xue Yang, con voz confiada, le dijo a Jin Guangyao: «yo podría conseguir su poder».

No agregó «para ti», pero Jin Guangyao lo asumió.

Xue Yang le pertenecía. Era su amo, su dios, pretendía ser su todo.

―¿Y? ―pregunta Xue Yang. Detrás de cada palabra de Jin Guangyao hay una orden, una intención, un deseo.

―Vigílalo ―dice―. Su control con el norte está causando problemas para nuestros planes.

Usa la palabra «nuestros» como si Xue Yang tuviera elección en ellos. Quizá porque le gusta pretender ser un dios benévolo, pero acaba siendo un amo como todos los demás que blanden el látigo para que se acate su voluntad.

Dicen que en el norte se esconde un pedazo del sello del Tigre Estigio, el último vestigio que les falta de aquello que dejó Wei Wuxian, el Yiling Lazou, antes de morir.

Donde ni el pecado ni el perdón nos alcance [SongXueXiao]Where stories live. Discover now