Parte 4

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Cuando Carla tenía nueve años, sus padres la vistieron de princesa y la hicieron sentar en el sofá del comedor para sacarle una foto antes de ir a la iglesia. Ese día tomaba su Primera Comunión en La Fuencisla, y habían venido muchos parientes y amigos de sus padres para acompañarla en ese momento mágico, asistir a su banquete y hacerle infinidad de regalos. Se sentía muy especial, era su día, era su fiesta, y ella era la protagonista indiscutible. Ese día descubrió que le gustaba muchísimo ser el centro de atención.

Pero la foto que tiene Cat en la mano muestra a una niña malhumorada mirando a la cámara con cara de pocos amigos, la decepción pintada en el rostro y el odio brillando con viveza en sus ojos castaños, estropeando la ilusión de los tirabuzones rubios y el vestido de princesa de cuento de hadas.

Carla le explica que ese día conoció el sentimiento más feo que pueda existir, y que esto le estropeó su día tan especial. Ocurrió en el momento en que miró a su izquierda y vio al niño vestido de marinero sentado a su lado en el sofá, posando para la misma foto. Un niño pecoso de cabello castaño claro y dientes de conejo que la miraba con curiosidad y con cara de pocos amigos. Un niño que también era príncipe ese día, y que sintió lo mismo que ella al ver que tendría que compartir el papel de protagonista en su día especial.

Ambos sintieron celos y envidia, y el egoísmo propio de los niños, y el rencor que lo acompaña, y se odiaron mutuamente, y a duras penas consiguieron esbozar media sonrisa para la cámara, y ambos lloraron por la noche en sus respectivas camas porque sus padres habían sido tan injustos y les habían obligado a prescindir de lo que tanto les había gustado de esa fiesta. El protagonismo, que tan importante resulta para un niño. Se odiarían mutuamente hasta el final de los tiempos, se lo prometieron sin palabras cuando se levantaron del sofá y caminaron con la cabeza muy alta y los labios apretados en dirección a la puerta.

Sentada sobre la cama de Carla, Caterina mira las fotos de la comunión de su amiga y esboza una sonrisita. Sólo en un par de imágenes su amiga sonríe con su sonrisa de niña de nueve años, esforzándose por recuperar el protagonismo, luciendo sus pequeñas manos enguantadas, los tirabuzones cubiertos de diminutas florecillas blancas, los encajes de su vestido o sus zapatos nuevos. En el resto de las instantáneas, el niño pecoso aparece junto a ella, y ninguno de los dos parece sentirse feliz.

—Joder, sí que os dio fuerte —comenta, riendo.

Carla se limita a asentir con seriedad.

—Imagínatelo, tía: amanece un día perfecto y te sientes la reina del mundo, y entonces aparecen tus padres y te sorprenden con el único regalo que jamás habrías deseado recibir.

Saca la lengua y pone cara de asco, y Caterina vuelve a reír. Carla ríe a su pesar.

Fran ni siquiera vivía en Segovia, así que Carla sintió que sus padres la habían traicionado de la forma más cruel posible. Seguramente en Madrid había miles de iglesias, y ese niño conejuno podría haber tomado la comunión con el resto de sus compañeros de colegio, y ella no habría tenido que sufrir tal humillación. Los adultos tienen mentes muy retorcidas, muy a menudo hacen cosas que los niños no comprenden, pero es que parece que los padres no entienden que hay cosas que marcan cuando tienes nueve años.

Los padres de Fran se habían criado en Segovia, la amistad que les unía a los padres de Carla venía desde los tiempos de Maricastaña y, como todos ellos habían tomado la comunión en la dichosa iglesia de La Fuencisla, se les ocurrió la gracia de que sus respectivos hijos continuaran la tradición.

—Así que mis padres me regalaron un amiguito que yo no necesitaba ni quería y ni siquiera pude protestar.

—A eso no lo llamaría yo amor a primera vista —dice Caterina, dejando las fotos a un lado y cogiendo un nuevo puñado que su amiga le ofrece.

EL CHICO PERFECTO NO SABE BAILAR EL TWISTWhere stories live. Discover now