Sphynx, el gato de Issafiren

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Odea caminaba sobre el puente que cruzaba la grieta en el suelo. Le maravillaba aquello. Se preguntaba si los dioses estaban al otro lado, tras esa profundidad infinita. A su derecha se ensanchaba, creando un enorme agujero negro que caía eternamente. Habían aprovechado aquello para levantar una de las puertas de la ciudad. Un enorme baluarte se elevaba junto a un extremo de la grieta, dejando espacio suficiente para que pasaran tropas, y ya en el interior, otro enorme bastión vigilaba la entrada occidental de Scara, la Ciudad Sagrada. Al otro lado del puente, en aquella mañana, bajo la mirada de toda la guardia sacra, uno de sus caballeros la esperaba. Portaba los blasones de Orah con orgullo, y montaba una majestuosa yegua.

―Señora ―la saludó al llegar.

―Usdul. ¿Cómo está todo?

―Todo en orden, mi señora. A su espera.

―Mañana, antes del anochecer. Si todo va bien. Yo misma os avisaré.

―Sí, señora.

El caballero ordenó virar a su montura, y echó al galope hacia las afueras de la ciudad. Ella se dio media vuelta, y regresó sobre sus pasos. Más allá, entre los almacenes, la esperaba Icalma. Había estado siguiéndola todo el tiempo, creía haberla despistado con una ilusión de sí misma, pero había dado con ella.

―¿Desayunamos? ―preguntó con su grave voz cuando la alcanzó.

Ella, cansada de evitarla, aceptó. ―Sí, vamos a la Taberna de los Consejeros, nos servirán algo.

Icalma sonrió, complacida. Juntas recorrieron la avenida que unía la puerta occidental con la plaza de Scara. El edificio donde la calle desembocaba, a su izquierda, era bastante grande. Tras él, una cerca encerraba un patio, que dejaron de lado, para rodear el edificio hacia su entrada principal, ya en la plaza. Daba a un pequeño recibidor, donde había una esclava vestida con un delantal, y que al verlas, se puso muy nerviosa.

―¿Desean algo?

―Queremos desayunar.

―Acompáñenme. ―La chica los llevó por un pasillo, dejando varias puertas a los lados, hasta invitarlas a pasar a una. La habitación era diminuta, cabía una mesa con cuatro sillas. Entraba luz por la ventana, que tenía unas cortinas negras recogidas a cada lado. Sobre la mesa había un mantel de encaje rojo oscuro, copas de vino frente a cada plato y cubiertos sobre servilletas del color del mantel. En el centro había una jarra de agua, tapada por una fina tela negra.

―¿Serán solo dos?

Ella asintió a la moza. Entonces, recogió dos juegos y dejó solo para ellas, enfrentadas. Se sentaron cuando ella preguntó.

―Dos desayunos.

Odea la miró amenazante, no pretendía que fuera a repetírselo. Así que ella solo se dio media vuelta y se marchó, cerrando la puerta.

―¿Por qué te fuiste anoche? ―le preguntó Icalma.

―No estoy dispuesta a que me falten el respeto de esa manera.

―Odea. Entiendo tus creencias, pero el Plano Etérico es una realidad.

Ella la observó evaluándola. ¿Cómo se atrevía?

―Entiendo vuestras leyes, pero las leyes y las creencias son cosas diferentes. A mí no puedes negarme una evidencia tan diáfana para mí. Yo puedo hacerlo.

―Icalma. Lo que tú creas que puedes hacer es cosa tuya. No me importa lo que digan, el Plano Etérico es falso, una auténtica estupidez.

Icalma estuvo a punto de reírse, pero se contuvo. No sabía cómo habría reaccionado si lo hubiera hecho. Ya se estaba conteniendo bastante.

El Tratado de YandalathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora