El Tratado de Yandalath

1 1 0
                                    

La noche ya había caído cuando Cereda se levantó de la cama, tras haber completado el trance. De hecho, agradeció que estuviera oscuro afuera. Llevaba meditando un buen tiempo, desde que regresara del Templo de Un'Munar, y por fin había llegado el momento. Lamentaba la muerte de Ydni, pero la redacción debía comenzar. Era hora de contar toda la verdad. . Se dirigió a la puerta y al abrirla, ahí estaban sus dos guardas. Estaba harta de que la siguieran a todas partes.

Salió al pasillo y bajó las escaleras, con los dos detrás. Abajo, Issafiren, con su repugnante gato en brazos, hablaba con Essirah. En el sillón estaban Liepa, Teófisa y Greis. Al fondo estaba su guardia personal. Esa niña estaba aterrada, bien sabía que no debía estar aquí, pero ya no había vuelta atrás. Cuando alcanzó el salón, las tres se levantaban.

―Cereda, me alegra que estés lista. Vamos al templo juntas, todos nos deben estar esperando. ―Liepa hablaba mirándola, obteniendo la atención de todas.

―Ha llegado el momento, Liepa, compañeras ―añadió hacia las demás.

―Sois la primera, Cereda, sé que alquien como vos estará a la altura de la situación, pero tal vez necesitéis algo, por... ―Liea miró hacia su tripa―. Por vuestra condición.

―No te preocupes, Liepa. He pasado por esto demasiadas veces como para saber que estoy preparada.

Liepa le sonrió. ―Mucha suerte, Cereda.

―Vamos ―respondió ella asintiendo.

Juntas salieron a la plaza, donde se congregaba una muchedumbre. Allí había habitantes ricos, de la ciudad interior, y los pobres que habitaban fuera, así como extranjeros venidos de toda la Tierra de Diurna. Entre ellos había también esclavos, algunos con antorchas, aunque eran los menos, y andaban de aquí para allá atendiendo a sus señores y señoras. Scara era una maravillosa ciudad, y le alegraba haber regresado, pues no lo hacía desde antes del Gran Cataclismo, y mucho había cambiado todo en ese poco tiempo. Les abrieron un pasillo de miradas suspicaces. Estaban todos en tenue silencio, solo los granidos de los cuervos lo quebraban. Caminó, acompañada de Liepa, a la cabeza seguida de sus dos custodios y las demás, hacia el templo, en el centro de la plaza. Allí había muchos guardias custodiando la entrada. El gentío formaba un corro frente al arco que daba paso a las escaleras y al templo. En lo alto de cada columna ardían dos antorchas, dando luz a la escena, en un intento de ensalzar un momento que sería recordado siempre. A Cereda le parecía curioso ser consciente de estar viviendo uno de esos momentos, otra vez. Liepa saludó solemne a los guardias.

―Los consejos os esperan en el templo, señoras, para que dé comienzo la redacción del tratado.

―Gracias, guardia.

Cruzaron la arcada seguidas de Essirah y su esclava, detrás iban Essirah e Issafiren, seguidas de Greis y su guardia. Descendieron las escaleras, peldaño a peldaño, hasta que el silencio se rompió con un aplauso, al que le siguió otro, y después muchos más. Al final todos aplaudían, honrando lo que estaba a punto de suceder.

Entraron al templo, donde las piletas ardían, repartidas entre los asistentes. Estaba repleto de gente, a diferencia de esa tarde. Ahora las gradas estaban pobladas por los miembros del consejo y por los más influyentes en Scara y otras ciudades de todos los confines dominados por los elfos de Yandalath. Su escriba, junto a los demás, estaban arrinconados en una esquina, como si de ellos no dependiera todo el prestigio y la veracidad del tratado. A cada lado, en lo alto de las gradas, había un esclavo. Lanzaban suavemente el incensario, que ahora estaba prendido. Chiporroteaba surcando la mesa, dejando tras de sí una estela de humo que embriagaba el salón con una esencia floral. Sentadas a la mesa las esperaban Odea, Icalma y Kissara, que se pusieron de pie al verlas llegar. Kissara llevaba ahora un vestido con altas hombreras, como el que habría vestido Ydni. Ellas fueron sentándose a la mesa. Tenían una silla esperándolas donde debían estar. Cereda recorrió la mesa, dejando a Essirah sentarse a la altura de los Bosques Pleuches y a Issafiren donde del suelo se elevaban las Islas de Dei'Gol. Saludó a Odea y se sentó más allá, junto a ella, donde sobre salía la angosta península de la mesa, señalando el lugar donde había vivido casi toda su vida. Echó un vistazo a su espalda, sus dos guardas se apostaron junto al público. Greis se sentó en la entrada de la gran Bahía de Longomar, y Liepa y Teófisa se sentaron juntas a su izquierda, en los puntos más próximos a Scara y Lithia. Los presentes estaban en completo silencio, entonces Liepa hizo una seña solicitándolas a todas levantarse. Y así hicieron.

El Tratado de YandalathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora