Arangua

2 1 0
                                    

La esclava esperaba atenta a cualquier movimiento de su señora. Estaba de pie, en un rincón del salón de la residencia, sobre la hermosa alfombra. Varias de aquellas grandiosas señoras elfas se sentaban ahora en los sofás. Essirah charlaba con Teófisa sobre Odea y lo impertinente que era. Teófisa le estaba dando todo su apoyo. Menos mal que tenían amigas ahí dentro. A ella le daba exactamente igual si Essirah lograba ensalzar a la Casa de Queralla durante la redacción del tratado, habían pasado cuatro mil años de aquello. Era ridículo. Solo deseaba salir con vida de ese lugar, y con su actitud no sabía si iba a lograrlo. No pensaba dar su vida por ella, pero si ella caía, ¿qué otra cosa iban a hacer con su esclava? Al menos se sentía afortunada por estar presenciando todo aquello. Era la única, de entre todos los hombres que habitaban Mawol en ese momento, que estaba presente en la redacción del tratado. Salvo por esos dos míseros que arrojaban el incensario. Sonrió al pensarlo. No podía esperar a contarlo a su regreso al Bosque Teleuche. En ese momento entraron dos soldados de la Guardia Sacra y se dirigieron a ellas.

―Señora, Essirah, el Consejo Sacro desea hablar con vos, acerca de la muerte de la Señora Ydni.

―¿Por qué? ―respondió ella tajante, sin levantarse.

―Señora Essira, tranquila, nos están interrogando a todas ―le dijo Liepa, sentada junto a Teófisa.

―Muy bien ―respondió Essirah.

Se levantó, y ella se puso nerviosa, ¿la seguía?

―Arangua ―le dijo girándose―, espérame aquí.

―Sí, señora ―le respondió.

Se quedó ahí de pie, sobre la alfombra, sin saber qué hacer. Miró a Teófisa, que casi la invitaba a sentarse con ella. Habría agradecido que alguien la tratara bien, pero no sabía si deseaba relacionarse con ellas. En eso, vio algo moverse más allá. En las escaleras, una diminuta criatura saltaba de escalón en escalón, subiendo a duras penas. Ella fue hacia allá tratando de no asustarlo. Era un duende, vestía una ropita verde oscuro, tenía la piel de color verde también y la cabeza pelada con afiladas orejas. Logró llegar hasta él, y cuando éste fue a girarse, ella lo sorprendió agarrándolo con las manos.

―¡Suéltame! ―gritó.

Ella miró a Teófisa, que la observaba desde el sofá, en el momento que entraban unas cuantas más. Estaba cansada de esas elfas, y de servirlas, y no pensaba malgastar su tiempo libre en ellas. Arangua, con el duende en las manos, subió las escaleras, hasta el oscuro pasillo.

―¡Suéltame! ―No paraba de gritar el duende.

―¿Quién eres?

―¡Suéltame, te digo! ―respondió.

―Si te suelto te vas a escapar.

―No, si lo haces, te diré quién soy.

Arangua se rio. ―No te escapes.

―¡Que no!

―Bueno, bueno ―Y lo soltó mientras seguía riéndose―. ¿Y bien? ¿Quién eres?

―Soy Lirdigh. ―Lo dijo después de ponerse recto y estirarse la ropita, tratando de parecer digno. Pero ella solo podía reírse.

―¿Y de dónde has salido?

―Vine con una de ellas. ―Y señaló hacia abajo, donde se congregaban las elfas que acompañaban a Essirah en esa estupidez del tratado.

―¿Con cuál?

―Con Greis, venimos de Uroboro. Allí nací yo.

Arangua hizo un ruido con la garganta, asintiendo. ―Ya. ¿Y por qué andas libre por ahí?

El Tratado de YandalathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora