Capítulo 7

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Soy débil. Así que me dirijo, tras darme una ducha para dejar de oler a azúcar, a la cervecería. Ya están todos sentados y Marcos me llama. Lucas y Dany están jugando una partida de dardos, así que me siento en una de las sillas vacías.

La camarera me trae un botellín de cerveza cuando mi compañero le hace una seña. Hay también dos cuencos de frutos secos, que ya están casi vacíos. Marcos me da dos palmadas en la espalda que me dejan frito. Tiene unas manos que parecen dos sartenes.

—Chaval, le has caído bien al señor Planas, y a Lucas —dice bajando la voz—, aunque imagino que no estarás mucho tiempo en la empresa. Tienes estudios ¿verdad?

Asiento, sin decir nada más.

—Si estás aquí seguro que es por una mala racha. No es normal que alguien como tú trabaje embolsando cajas de dulces.

Me sorprende su perspicacia, pero me encojo de hombros.

—Tranquilo, aquí todos tenemos nuestros problemas, incluso los jefes. Lucas no se atreve a decirles a su familia que sale con un chico, y el abuelo, un día se me echó a llorar, porque parece que al señor Planas padre le han diagnosticado un cáncer. No debe de ser grave, pero ha acelerado su retiro.

Estoy pálido y si me sacaran sangre, no encontrarían nada.

—Creo que necesito tomar el aire.

Dejo la cerveza en la mesa, casi se me cae y me levanto de la silla, como si fuera sonámbulo. Salgo a la calle, sin cazadora y temblando, pero no de frío. Me apoyo en la pared y no puedo evitar empezar a llorar. No sé si me duele más saber que están mal o que no hayan sido capaces de decírmelo.

¿Por qué Lucas no ha confiado en mí lo suficiente como para contármelo? Y mi padre...

—¡Joder!

El vapor sale de mi boca y me estoy quedando frío cuando siento mi cazadora en los hombros. Me la pongo automáticamente y me abrocho, sin mirar ni quien me está ayudando. Me frotan la espalda y me apoyo contra un coche. No puedo ni mirar al que supongo que será Lucas.

—Alex...

No es él, es Dany. Me giro y ella ve todo el dolor que tengo en el rostro, esto sí que es real, nada que ver con todas las mentiras vertidas hasta ahora. Puede que sea el momento de confesarle todo.

—Dany, quiero contarte algo...

—No, Alex, no es el momento. Ven conmigo.

Vamos caminando y me dejo llevar, sumido en mis pensamientos. Entramos en un portal y la miro, pero ella no a mí. No sé dónde me lleva ni qué va a hacer. No entiendo nada, ni tampoco tengo ganas de pensar.

Abre la puerta y siento el calorcito de la casa. Un gato se acerca, nos mira y vuelve a su sitio. Ella me quita la cazadora y me frota los brazos, para entrar en calor.

—Siéntate.

Obedezco y ella sale. Por el sonido, está en una cocina. El gato ha pasado delante de mí y me mira fijamente. Siempre me han gustado, así que supongo que lo percibe, sube al sofá y se echa en mi regazo. Acaricio su lomo mientras ronronea. Me da calorcito y empiezo a reaccionar.

—¡Vaya! —dice Dany que trae una bandeja con dos tazones humeantes—, Anakin nunca se acerca a los desconocidos.

Me encojo de hombros. Deja la bandeja en una mesita de centro y me quita al gato de encima. Luego me da el tazón y ella se sienta en un puf enorme, con el otro.

Huelo, es caldo y parece casero. Empiezo a beberlo, poco a poco, pues quema, en silencio y ella respeta mi espacio. El calor se distribuye por mi estómago y me siento mejor. Suspiro y dejo el tazón vacío, en la bandeja.

—¿Siempre recoges a gente perdida? —digo y ella levanta una ceja. Creo que no le ha sentado bien—, disculpa. No sé ni lo que digo.

Miro alrededor. Se nota que es la casa de una señora mayor. Los muebles son anticuados, pero robustos y macizos. Está todo lleno de tapetes de crochet sobre los sillones, y las cortinas son dobles, como las que antes teníamos en casa. Creo que a Dany le da igual las modas o lo que se lleva. Ella sigue mi mirada y suspira.

—Algún día pintaré y cambiaré alguna cosa... pero ahora me da pena. Mi abuela amaba su casa y sus muebles. Casi no he tocado nada.

—¿La querías mucho?

—Desde luego —dice descalzándose y subiendo los pies al puf—, mis padres trabajaban y ella tuvo que criarme. Pasábamos el tiempo haciendo galletas e incluso alguno de estos —señala los paños—, lo he tejido yo.

—¡Qué artista!

Me mira valorando si lo estoy diciendo en serio y para demostrárselo, cojo el primero que está a mi alcance y lo observo.

—Anda, trae, no seas tonto —dice quitándomelo de las manos. Al hacerlo, nos hemos rozado y eso consigue que la mire a los ojos. Ella se muerde el labio y luego se aparta.

—¿Quieres cenar? Puedo preparar algo rápido.

—No quiero molestar, Dany.

—No molestas, además, ¿no querías contarme algo?

Me retraigo en el sofá y aparto la mirada. Si se lo cuento, me cargaré esta complicidad. Ella comprende y no insiste. Se va a la cocina y la sigo. En realidad, me gustaría probar otra cosa, algo que me encantó hace unos días.

Ella bate unos huevos enérgicamente y prepara unas tortillas. Saca pan de molde, queso y algo de lechuga, preguntándome previamente si me gusta.

La veo tan natural, que creo que me gustaría estar a diario así. Miro de nuevo la casa y de pronto caigo.

—¿No has adornado tu casa de Navidad?

—Bueno, es que... no tuve ganas. Como casi no estoy y vivo sola. Mis padres viven a trescientos kilómetros y ya los visité en Navidad. Ellos sí que adornaron todo.

—Pero llegas cada noche y la puedes ver. Mi madre me decía que llegar a casa y ver algo que te guste es un motivo para volver.

—Supongo —dice pensativa.

Comemos de pie, en la cocina, con dos cervezas. Ella mastica despacio y después, me ofrece una infusión.

—¿Ya has entrado en calor?

—Sí, desde luego. Pero no hay como el calor humano.

Seguimos de pie, con la infusión sobre la encimera. Doy un paso hacia ella, esperando que me pare. Pero no lo hace y lamentablemente para mí, la beso, ella pasa los brazos por mi nuca, aunque esta vez no me retiraré. Esta vez cometeré el error del todo, sin importar las consecuencias.

Dulce NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora