Momentos.

Luminiscencia.

Jane se encendió un cigarrillo mientras miraba todo a su alrededor, sentada en la fuente del centro con la flecha de un ángel de mármol apuntándole la espalda. Estaba ubicada como si quisiera lanzársela y matarla, o tal vez enamorarla. Aunque, con sus experiencias, los dos verbos le parecían lo mismo.

La plaza estaba abarrotada de personas, caminando con su aplastante felicidad. El insípido humo se escapaba de sus labios partidos, yéndose con la brisa del recientemente llegado verano. A pesar de que no entendía porque lo celebraban a él en vez de al invierno, cuando el segundo le parecía mucho más grato, le gustaba ver a los adultos siendo indulgentes con los niños y a las chicas fingiendo inocencia con sus coronas de flores por un día.

El tiempo vuela por tus manos más rápido de lo esperado, pensó viendo el atardecer y dando la sexta calada. El sol le trajo demasiados recuerdos de cuando ella brillaba igual que él, esa época en la que irradiaba la misma alegría que los que estaban rodeándola, cuando el salado mar que era la realidad aún no la había apagado. Las inminentes ganas de romperse a llorar o a reír la invadieron. Tal vez porque quería romperse de de alguna forma. Romperse para creer que estaba intacta.

De pronto todas las luces se apagaron, dejando a la oscuridad de la noche absorber toda la escena. Pequeñas luces blancas como de navidad guindadas entre árboles y farolas se encendieron, y la luminiscencia delicada y armoniosa de cada una adornó el lugar.

A la chica, por alguna razón, le recordaron a las pequeñas luciérnagas que antes volaban en su jardín, esas que ella perseguía e intentaba atrapar en las tardes, cuando estaba a punto de caer la noche. Esas que dan su leve luz en las noches para alumbrarse entre sí, para que la oscuridad no las consumiera, porque querían vivir.

Y las luciérnagas y las luces le parecieron esperanza.

Y una pequeña luminiscencia se encendió en su interior.

¿Quién sabe? Tal vez de una pequeña luz es que nacen las más grandes llamas.