Prólogo

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Al principio creí no haber oído bien. Después, mi cerebro empezó a comprender aquellas palabras. Primero sentí cómo se me paraba el corazón, y luego cayeron las primeras lágrimas, al mismo tiempo que mis rodillas cedían y yo misma caía al suelo. Todo el que estaba a mi alrededor vino en mi ayuda. Comencé a llorar desoladamente, con gritos desgarradores que trataban de aferrarse a la posible idea de que hubiera algún error, de que fuera una broma, de que, quizá, se habían confundido de persona. Pronto comprendí que no se trataba de ningún error. Jaime había muerto. Mi marido desde hacía un año. Mi pareja desde hacía seis años. Mi amigo desde hacía diez años.

Tras aquella llamada, me llevaron al hospital. Había tenido un accidente de tráfico que lo había matado al instante. Un camión que había perdido los frenos. Jaimeg no fue la única víctima, cosa que no supe si me alegraba o me hacía sentir indiferente. Fuera como fuera, sí que me hacía ser mala persona por alegrarme –o no preocuparme- de no haber sido la única en perder a alguien aquel día. De hecho, el hospital estaba atestado de médicos corriendo de un lado a otro, de heridos esperando a ser atendidos, de familiares llorando y preguntando. No sé cómo atravesé toda aquella marea de gente, pero de pronto me encontraba delante de una camilla en un sótano lleno de neveras metálicas y luces fluorescentes: la morgue. Todo estaba sucediendo demasiado rápido, ¿qué había ocurrido? ¿Cuándo? ¿Cómo había llegado allí? ¿Quién me había dado la noticia? ¿Una enfermera? No comprendía nada y no dejaba de llorar. Lo único que sí había entendido hasta aquel entonces era que había perdido al amor de mi vida. Y lo tenía justo allí, delante de mí, en una fría camilla de metal, desnudo y cubierto solo por una tela blanca de hospital.

La persona encargada me dijo que tenía que reconocer el cadáver, asegurar que era él. Ana, que fue quien me acompañó hasta allí abajo, se ofreció a hacerlo ella si yo no quería. No tienes que pasar por esto, me dijo. Pero ya estaba pasando. Mi marido había muerto y no iba a dejar que se lo llevaran sin despedirme yo antes. Aunque no quería pasar a esa sala ni tocar su frío cuerpo, quería que supiera que seguía queriéndolo y que lo haría toda mi vida.

Una vez frente a la camilla, le destaparon la cara. No había ninguna duda, y ellos lo sabían: era él. Con barbilla cuadrada y una perenne sonrisa que ni siquiera ahora se le había borrado del rostro. Su pelo castaño estaba algo alborotado, pero no tanto como para pensar que su coche voló por los aires. Al parecer, en algún momento del accidente, su cuello se rompió. Fue instantáneo, limpio, me dijeron. Pero eso no me hacía sentir mejor. Se había ido. De un momento a otro ya no estaba. Y yo ni siquiera me había enterado hasta que alguien consiguió dar con mi número. Siempre me reprocharé por ello, debía haber sentido que algo iba mal. Estábamos conectados, sabíamos cuándo alguno de los dos tenía un problema sin la necesidad de hablar.

Tras asentir y afirmar que era él, entre lágrimas, nos dejaron solos unos minutos. No pude aguantar más el llanto y rompí a llorar de nuevo, esta vez sobre su pecho mientras el mío convulsionaba con cada jadeo. A día de hoy sigo tratando de recordar qué fue lo que le dije exactamente, porque lo único que tengo en mi cabeza es decirle cuánto lo quería y cuánto lo necesitaba. Pero sé que hablé con él. No solo balbuceé, sé que le prometí que nunca le olvidaría. Nunca. Que era el amor de mi vida y nunca habría nadie que ocupara su lugar. Pero, lo más importante de todo, es que le pedí que no se fuera. Aún no. Sabía que era inútil, pero lo necesitaba como nunca he necesitado a nadie. No podía pasar por aquello, no podía despedirme. Quería hablar con él, que me tranquilizara, que me dijera que todo iba a ir bien. Dios, nunca lloré como lo hice aquel día. Tuvieron que sacarme de allí a rastras.

My ghostWhere stories live. Discover now