XXIII | Consecuencias de arder

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—¿T-Te quemas?

Leo se limitó a asentir con la cabeza.

Retiró la mano de Fayna de su pecho y con la misma delicadeza de antes, tiró de ella en dirección al centro del círculo donde se encontraba el árbol.

—Los sentimientos nos queman, Fayna —susurró con voz grave, sin disimular el atisbo de tristeza al hablar—. Ardemos si no los apagamos a tiempo.

Fayna tragó saliva con dificultad, sintiendo de nuevo ese retortijón intenso en la boca del estómago, notando la presión en el pecho que la asfixiaba un poco cada vez, mientras que la tristeza se entremezclaba con la frustración, la culpa y la angustia.

Clavó la vista en él, dándose cuenta de que había tenido el par de ojos castaños sobre ella todo ese tiempo.

—Debes apagarlos.

Y eso era justamente lo que estaba haciendo.

Se retorcía una y otra vez con el calor abrasivo en cada una de sus células, con el dolor en cada parte de su cuerpo.

El rugido feroz del viento junto a la brisa fría que entraba por la ventana era lo único capaz de calmar mínimamente el sofoco de su interior.

Cuanto más intentaba apagarlo, el rostro de su madre se colaba en su cabeza y todo volvía al punto de partida, pero mucho peor que la vez anterior.

Y es que, en esos momentos, desearía tener a su madre al lado, susurrándole al oído que todo iba a estar bien, que todo se iba a solucionar...

Que no estaba sola.

Pero lo estaba.

Ni siquiera fue consciente de cuando empezó a llorar, simplemente dejó que las lágrimas cálidas le recorrieran las mejillas hasta humedecer la almohada.

Igual de cálidas que ella, igual de ardientes.

Se levantó como pudo de la cama, notando todos los músculos entumecidos y con paso lento y tambaleándose anduvo hasta el baño. Se introdujo en la bañera, sentándose en el suelo. Abrió el grifo, dejando que el agua congelada chocara directamente contra su cuerpo.

Antes de poder darse cuenta, el vaho dominaba la estancia mientras que el chorro frío no dejaba de golpearla, consiguiendo calmar momentáneamente el arduo ardor que la recorría.

Tenía el pijama encharcado y varios mechones de pelo estaban pegados a su rostro y nuca. Las lágrimas se fundieron con el agua, haciendo que no supiera cuando empezaba una y terminaba la otra.

Entonces, recostó la cabeza en el mármol y cerró los ojos, sintiendo todavía los retortijones alimentados por el fuego de su interior.

Aunque, poco a poco, empezó a apagarse.

***                                          

No sabía quién era, tampoco dónde estaba.

Tenía la mente en blanco.

Los sonidos a su alrededor se disiparon y no era dueña de ningún movimiento de su cuerpo. Era como si, de alguna forma, hubiera dejado de existir. Había una calma extraña que había logrado tranquilizarla.

Ni siquiera sentía el ardor o la sensación de quemarse, era como si nunca la hubiese sentido.

Y, aún sin sentir nada, notaba a alguien estando con ella.

Alguien que creía conocer.

«Fayna, mantén la mente en blanco», resonó en su cabeza.

¿Lo había escuchado o se lo había imaginado? ¿Se estaría volviendo loca?

Yin. El bien dentro del malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora