Primeros Recuerdos

20 6 6
                                    

Voy a escribir desde el punto de vista de mi experiencia como mujer, pero seguro más de un hombre se sentirá identificado.

Hace unas semanas, cuando comencé el tratamiento para mi Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA), subí una historia a Instagram preguntándole a ese grupito de personas, casi todas mujeres, a qué edad habían comenzado a odiar su cuerpo, y estoy segura de que todas sabemos la respuesta, porque nos pasó, o nos pasa aún.

La edad más pequeña, fue a los seis años. Mi hija tiene diez, la miro durmiendo y puedo ver la tristeza que sentiré el día en que me diga que no está feliz con cómo se ve. Por supuesto, desearía que eso no ocurriera, y la he protegido como nadie me protegió a mí, o a todas las chicas que respondieron esa historia de Instagram, pero también sé que el mundo es lo suficientemente cruel con las mujeres, y que es probable que dude de ella misma y de su valor como persona por como se ve. Es una posibilidad, claro. Y si ocurre, espero también tener la capacidad de guiarla y recordarle lo maravillosa que es –como nadie hizo conmigo-.

En mi caso, no recuerdo un momento de mi vida en que me haya sentido a gusto con mi cuerpo (excepto por los nueve meses de embarazo). Toda mi vida, cada día de ella, he deseado que mi cuerpo hubiese sido otro. Me habría gustado ser delgada como mis primas, que fueron las primeras personas con las que me comparé –compararon-.

Recuerdo una invitación a comprar vestidos, donde ninguno de los bonitos me quedaba bien, por lo que mis tíos optaron por comprarme un pantalón. Yo quería ese vestido de mezclilla azul, todavía lo quiero, y lo busco en las tallas PLUS de una página web. El vestido que no me compraron porque no se veía lindo en mí, como en mi prima delgada y pequeña. Yo no tenía más de cinco años.

Me cambié de ciudad, entré a una escuela nueva, comencé a crecer, y crecer parecía horrible.

No sé si ocurría en todas las escuelas, pero cada cierto tiempo, nos medían y pesaban a todos. La profesora te llamaba, debías caminar hacia adelante mientras te subías a una balanza que incluía una regla enorme para saber cuántos centímetros habíamos ganado. La profesora dictaba a viva voz tus datos de altura y peso, y un compañero los anotaba. Era humillante. Ese compañero que tomaba los apuntes fue mi mejor amigo por mucho tiempo, hasta que una de las malvadas de esta historia consiguió rebajarme a tal punto que nadie quería juntarse conmigo, porque hacerlo era un pase gratis a ser la burla de cualquiera.

Con esos controles se decidió que debía hacer algo con mi peso. Creo que tenía ocho años cuando vi un nutricionista por primera vez, y lo único que recuerdo con claridad, es que debían rebanar mi pan en muchos pedacitos para que yo pensara que había comido mucho. Hoy el pan es una de mis grandes adicciones.

Hay mucho que decir sobre esos días, mucha ignorancia, muchas carencias. Por supuesto que en mi casa no iba a haber comida más sana, si mis papás con suerte tenían trabajo. Sí, hoy lo entiendo, ¿cómo tuviste hijos si no tenías la capacidad de alimentarlos bien? Lo pienso, pero sé que además mi papá lo hizo, y mi mamá (que murió hace ya varios años) también. No podían hacer mucho más, hicieron lo que pudieron respecto a cómo me alimentaban, y con todo, me siento agradecida de al menos haber tenido comida sobre la mesa.

Lo demás ya fue estupidez, y aunque intento ponerme en el lugar de ellos, de pensar imaginando el contexto en el que vivíamos, me cuesta. No había razón para decir la cantidad de estupideces que dijeron.

Algo que resultó súper revelador en mi proceso de terapia, fue la seguridad con que acepto el hecho de ser fea. Le comentaba a Dania –mi psicóloga-, que soy muy parecida físicamente a mi mamá, tenemos hasta el mismo lugar en la boca (que odio, por cierto). Todo el mundo menciona incluso hoy en día lo mucho que nos parecemos. Ahora, imaginen a una niña creciendo mientras escucha a su madre mirarse al espejo y decirse que es fea, cuando todo su entorno le dice que es igual a su madre.

No hay que ser un genio para entender que la creencia sobre mi misma que más arraigada tengo, es el ser fea. No importa que a veces me mire en el espejo y piense que mi cara no está tan mal, que la mascarilla disimula bastante bien lo que no me gusta de mi rostro (una estupidez, porque me deja al descubierto solo los ojos). Yo sé que soy fea, es una sentencia grabada en mis huesos, y con esto que escribo, quiero cambiarlo.

No quiero sentirme fea. No quiero ser graciosa para compensarlo. No quiero ser inteligente para sentirme menos insignificante.

Quiero un día vestirme y decirme que veo hermosa, pero de verdad, desde el corazón, no como cuando miento porque mi hija me está mirando.

No puedo reescribir mis recuerdos, pero algo debo ser capaz de hacer. De alguna forma tengo que acercarme a esa niña que creció escuchando a otros hablar sobre su apariencia física y explicarle que lo que los adultos están haciendo no está bien. No se compara a las niñas con otras, no se les enseña a odiarse. A las niñas hay que educarlas para amarse a sí mismas, para mirar a sus amigas y decirle lo diosas que se ven con el pelo de colores, o con la ropa que les dijeron que no podían usar, a sentirse seguras porque aunque su apariencia no determina su valía, están bien guapas con solo levantarse y decidir vivir un día más.

El tema es que con los primeros recuerdos vienen las primeras inseguridades. Como era más gordita que los demás (hoy veo mis fotos y digo, ¿qué onda, solo estaba un poquito gordita, no era necesario tanto escándalo?), desde pequeña aprendí el arte de esconder mi cuerpo. Piscina, playa, ríos, y cualquier cuerpo de agua que implicara el uso de trajes de baño, era una nueva oportunidad de lucir mis vestidos para salir del agua lo más rápido que pudiera, para que nadie alcanzara a verme, porque como han de esperar, verme implicaba burlas que dejaban ver la escuálida creatividad de quienes las formulaban.

"Parece foca"... por favor, imaginen mi cara ahora con el meme de Iron Man. ¿En serio? ¿Esa ofensa? Claro, hoy lo considero una estupidez, pero en ese minuto no había nadie a mi lado para decirme que lo era, y lo creí.

Así comenzó a crecer la distorsión que mi mente ideó sobre mi cuerpo y el espacio que ocupaba, de verdad suena ridículo escribirlo, pero cuando he tenido la posibilidad de hablarlo con algunas amigas más cercanas, me he dado cuenta de que es un hecho compartido entre muchas de nosotras. Entonces, verdades absolutas que le enseñaron a la pequeña yo: 1) eres fea, 2) eres tan grande como una foca. Lo tengo tan arraigado, que la primera vez que me subí a un avión, tenía miedo de que me bajaran por pesar mucho o de no entrar en el asiento.

Supongo, a esta altura, que deben imaginar mi cuerpo tal y como yo lo tengo en mi cabeza: enorme. Y es tan triste como miserable, porque sí, tengo que bajar varios kilos para estar dentro de los rangos saludables, pero esa enormidad está en mi cabeza, no en mi cuerpo. Obvio que puedo entrar en un asiento, porque no, no soy enorme, pero mi cuerpo se siente así. Cada vez que subo a un auto, la ansiedad me agobia porque siempre tengo miedo de que el cinturón de seguridad no cierre. Incluso en mi propio auto, el que uso casi a diario y que sé que me resulta cómodo, es una exigencia suprema para mí misma.

Ni hablar de todo lo que implique atravesar lugares pequeños, como torniquetes, puertas giratorias, mostradores de ropa, sillas, escritorios, incluso pasillos angostos en tiendas de accesorios. Pasillos. ¿Qué persona podría no entrar en un pasillo? ¿De qué tamaño debería ser una persona para atascarse en un pasillo? Bueno, hay pasillos a los que no entro porque pienso en lo vergonzoso que sería avanzar y botar cosas a mi paso, porque en mi mente, mi cuerpo lo ocupa todo. No hay objetividad alguna, y necesito parar, porque noto lo distorsionada que está mi percepción sobre mí misma, pero no sé cómo.

Y estoy escribiendo esto mientras como una rebanada de un dulce que trajo mi suegra ayer (desobedeciendo mi propia exigencia de no comer de noche). Ahora es prudente comentarlo porque creo que no he dicho mi diagnóstico: Depresión mayor, trastorno de ansiedad, y trastorno de la conducta alimentaria (por atracones). Gracias a mi psicóloga, mi familia y el tremendo esfuerzo que he hecho por ser honesta, siento que la depresión va quedando atrás. Bueno, los profesionales que me tratan también lo piensan, porque recién ahora, un año después de comenzar la terapia, hemos llegado al punto "peso".

Recién ahora estoy planteándome reeducarme, reconstruirme, agarrar los pedacitos de autoestima que andan por ahí tirados y levantarme de nuevo, porque la prioridad hasta ahora, era mantenerme viva.


Adiós, niña giganteWhere stories live. Discover now