Núa III

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Núa, la de los dedos ágiles. Núa, la de las manos finas. Núa, que era capaz de tejer los hilos de plata como si fueran algodón, doblando las hebras, plegando los ángulos, cruzando el suave metal martilleado en formas que reproducían el movimiento perfecto de los cuerpos celestes. Bajo la atenta mirada de Marino, la muchacha era capaz de elaborar las trampas más hermosas y fatales del mundo. Sus manos eran lo más precioso que tenía, eso también se lo había dicho su padre, manos suaves y tiernas que eran capaces de hacer el trabajo que no podía hacer ningún hombre.

Había sido el propio Marino quién la animó a tejer cuando dejó la infancia atrás y tuvo los dedos lo suficientemente fuertes. Núa iba a recordar toda la vida sus ojos orgullosos clavados en sus falanges estrechas, en sus uñas convexas como conchas de tortuga. Hasta ese momento, Marino se hacía traer los cepos, delícadisimos, de un Oriente tan lejano que amanecía a medianoche. Se rompían con facilidad, y el hombre no tenía habilidad para arreglarlos: le quedaban los nudos flojos y por ello daba patadas al suelo, se le enredaban los lazos y entonces gritaba de frustración. Cada año tenía que comprar media docena a una caravana de arrieros que venían del puerto de Barcelona. Una pequeña fortuna cada vez. Todo cambió cuando Núa cumplió cumplió seis años y arregló su primera trampa. Después, las empezó a tejer de principio a fin. La niña nunca supo de dónde salió esa habilidad, pero le gustaba el orden de los hilos, la suavidad de metal. Se entendía con sus obras. Después se las imaginaba suspendidas en el aire, sin sombra bajo la intensa luz del mediodía, translúcidas como una telaraña e igual de peligrosas, siempre expectantes, deseosas de apresar pajarillos incautos.

Marino tenía un número indeterminado de trampas, que aumentaban y disminuían con el tiempo, según la temporada y la capacidad de Núa para tejer. La mayoría las colocaba él, a solas, en los caminos y las verdes corredoiras del bosque. Dentro de Augasantas siempre ponía tres: una bajo las tejas de la iglesia y dos más entre los matorrales que bordeaban el cruceiro norte, y Marino alzaba en brazos a su hija para que fuera ella quién los pudiera colgar. Cada día los revisaba, buscando tesoritos alados. Ella, imitando a su padre, también le gustaba buscar los suyos. Lo hacía siempre en el Estrile. Se sentaba a horcajadas a la orilla del regato y buscaba destellos de luz, que intentaba coger con las manos como su padre agarraba a los pajaritos. La torrentera era juguetona y traviesa, creaba remolinos para desenterrar chucherías, bagatelas variadas que le depositaba en las manos de cuenquito y que ella recibía como un regalo. Normalmente se trataba de piedras bonitas, tapones de corcho o mudas de serpiente, aunque en ocasiones la corriente arrastraba alhajas: botones de nácar, sortijas y pendientes, medallas de San Benito o cuentas de cristal. Años atrás le vino flotando, sin mácula y perfumado de jazmín, un escapulario de la Virgen de Guadalupe.

Según su padre, el Estrile era un bracito diminuto que salía de un río mucho más grande, llamado Eume. Era más ancho que un camino, generoso y turbulento, y partía el bosque en dos. Y no era verdad que la fraga fuera un lugar incivilizado cómo decía Figueroa ¡y una mierda!, porque tenía molinos y puentes antiguos, una calzada que llegaba hasta Pontedeume, y sobre el cerro emergía el Pazo do Oso. Se la describió cómo un edificio en ruinas, de piedra negra y descolorida, que ocupaba casi todo el cielo, porque Marino era muy exagerado en sus fábulas. Estaba casi derruido porque nadie se cuidaba de él, y tenía un torreón cuadrado, medio caído, del que salían murciélagos grandes como terneros. Había tenido otro nombre antiguamente, pero todo el mundo en el pueblo lo llamaba Pazo do Oso, por la figura del oso rampante que adornaba la fuente del jardín. Un hombre vivía allí. De noche, se podía ver su figura recortada en el palomar. Y entonces su padre hacía una descripción detallada de ese caballero, envejecido y desgarbado, abrigado en exceso, con lentes de notario y el cabello de rizo pequeño. Se llamaba don Orestes, señor del pazo.

Núa no se cansaba de escuchar relatos del bosque y del misterioso noble solitario, y Marino accedía gustoso a estas historias. El señorito no salía nunca a la fraga, porque le aterraba hasta el aire. Criaba caballos finos, magníficos, de raza andaluza, y dormía abrazado a una jauría de sabuesos a los que quería más que a nada en el mundo. Cedía el coto a cazadores extranjeros, a los que pagaba pequeñas fortunas a cualquiera que le llevara animales raros. Cabritillas de dos cabezas. Jabalís de ocho colmillos. Una cierva blanca. Nadie sabía qué hacía con esas criaturas. Decía que los inmovilizaba y hacía con ellos un zoológico de figuras quietas. La niña no sabía lo que era un zoológico, pero chasqueaba la lengua, fascinada y horrorizada por igual. Si Inés se encontraba cerca, cambiaba el tono y le explicaba asuntos de mayores: que al señor le daban igual las finanzas, que no exigía ni la renta a los labriegos.

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⏰ Última actualización: Sep 21, 2022 ⏰

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