27. Hijos de un dios infinitesimal pt.6

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III



CÓRDOBA (ESPAÑA, dónde si no) 9:00 A.M.

Mis párpados se abrieron repentinamente como dos persianas con resorte, y una miríada de aquellas venillas rojas tan usuales volvieron a surcar mis escleróticas a causa del cansancio.

Un sonido infernal, una cacofonía impía y repugnante, había hecho martillear los huesecillos de mis oídos, mandándome la combinación de impulsos auditivos más desagradable que mi cerebro había procesado en mucho tiempo; si había algo que odiara en esta vida y que hiciera resurgir mis más brutales y primitivos instintos, era sin duda la música "Nonaino", y lo que estaba oyendo no era ni más ni menos que el grupo puntero en lo que a música de gasolinera y de bar de estación de servicio se trataba, dado que mis oídos estaban siendo obsequiados con el último éxito en todas las cárceles y reformatorios, el último son de "Canela", "Tú me engañaste con mi Husky siberiano". Como era habitual, se trataba de una mezcla de sintetizador de banda de verbena y voces cantando en falsete una amalgama entre rumba venida a menos y ritmos tecno dignos de la peor película porno. Tal como solía suceder con este tipo de grupos (¿o debería decir subgrupos?) la letra haría alusión a alguna de las siguientes incógnitas universales del alma humana, a saber: cuernos, amor, marginación, o que mala es la droga pero cuánto nos gusta.

La inmunda letra de la última estrofa se fue colando en mi cabeza sin que mis doloridos tímpanos pudieran impedirlo.


"Yo aún tengo sentimientos,

pero es que era mi perro.

Maldito seas gitano,

Te tengo en mi pensamiento."


Horrorizado por semejante falta de respeto hacia cualquier persona que estuviera durmiendo o que tuviera un mínimo de buen gusto musical me levanté malhumorado y me dirigí hacia la estantería de los compact-disc.

A pesar del estrecho ángulo de apertura de mis pesados y aún somnolientos párpados, una única mirada me bastó para corroborar mis sospechas. En el piso de enfrente se hallaba la artífice de tal estruendo, la Jáimi, hija de Jaimita la melones, que era como Lina Morgan con una careta de "El planeta de los simios", pero de los simios malos, y que se hallaba tendiendo la ropa y tarareando la horrísona melodía con cara de felicidad. Por la ventana de al lado asomaba el enorme cabezón de su hija preadolescente, y a la que tan sólo le faltaban el caparazón y el antifaz para ganarse también el apelativo de mutante y juvenil. Respondía al nombre de Jara, y era famosa en el patio, aparte de por compartir el mal gusto musical de su madre, por haber venido al mundo en la taza de un inodoro, dado que el córtex de su madre, que era tan liso como bellota, no sabía distinguir las contracciones del parto de un simple aviso de cagaleras.

Quizás el hecho de que la coronilla se le quedara allí atascada y tuvieran que reventar la taza con un mazo para sacarla había contribuido a la hidrocefalia crónica de la que hacía gala, la cual había sido la causante de que de pequeña Jara nunca hubiese sido capaz de dar más de tres pasos seguidos sin caerse para un lado, rompiendo alguna que otra loseta en el transcurso de los años.

Y como era de suponer, una infancia de continuos traumatismos en los parietales había contribuido a incrementar el grado de atolondramiento heredado de su madre.

Ambas me dedicaron una sonrisa hiriente, a la que correspondí con una mirada furibunda. Aquello venía de largo. Al principio tan sólo ponían la música por la excitación que sentían al haber descubierto para que servía el "botón del triangulito" de su equipo de música, pero el día que, harto y con los nervios colapsados, fui a quejarme a su casa porque era la víspera de un examen y no me habían dejado estudiar durante tres días, la cosa adquirió otro cariz, y ahora lo hacían por deporte.

Historias que no contaría a mi madre. Volumen 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora