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Craill, Escocia

Año 1702

 

—¡Suélteme! ¡Déjeme! —gritaba Elizabeth, desesperada. Las manos de aquel hombre la dañaban al arrastrar su cuerpo menudo fuera de la casa.

En la entrada, su abuela lloraba, desconsolada, y sostenía la carta que le acababan de entregar. No podía evitar que se la llevaran.

—¡No iré con usted! ¡Quiero estar contigo, seanmhair!

—¡Maldita niña testaruda! ¡Vamos! —vociferó él, forzándola con más ímpetu.

La empujó dentro del carruaje y cayó de rodillas; la piel se le erizó al sentir el frío suelo. Luego, entró y cerró la puerta tras él. Todavía de espaldas miró por encima del hombro y lo vio sentado; con su dura mirada la invitaba a que ella también lo hiciera. Unos fuertes golpes sonaron en la puerta y escuchó la voz de su abuela, que pedía entre sollozos que le abriera. El hombre descorrió la cortina.

                                                                                                    

—¿Qué demonios quiere ahora, señora? Nos vamos ya —protestó, molesto por tener que demorar la partida.

La mujer lo miró con ojos suplicantes y enrojecidos por el llanto mientras le mostraba algo que sostenía en las manos.

—Abra, por favor. Solo quiero darle esto a mi nieta. No lo entretendré más. —Elizabeth se levantó y abrió la puerta sin esperar a que él contestara. Cogió de sus manos temblorosas los cuadernos que le entregaba y observó con tristeza su anciano y arrugado rostro. Memorizó cada uno de sus rasgos; algo le decía que no volvería a verla nunca más. Su abuela la agarró de la nuca y se aproximó al oído para susurrarle—: Ten paciencia, mi niña. Sé fuerte, y no olvides que tus padres siempre estarán contigo. Tu felicidad está en el camino.

—¡Vamos, señora! Dijo que no nos haría perder el tiempo, apártese ya.

El hombre tiró de la niña hacia atrás para separarlas y la hizo sentarse sobre el mullido asiento. Cerró la puerta de nuevo y golpeó el techo con su bastón. El carruaje se puso en marcha.

Una desazón y un miedo atroz la consumieron, y se echó a temblar. Observó al hombre que estaba sentado con aspecto severo delante de ella; aparentaba estar tranquilo, como si nada. No le importaba lo más mínimo su inquietud. Tenía un aspecto impecable enfundado en aquel oscuro traje de corte inglés y, sin duda, era una persona con poder. Nunca había visto un traje tan elegante. ¿Qué pretendía hacerle? No lo entendía. De pronto, dirigió sus gélidos ojos hacia ella haciéndola encogerse más en el asiento.

—Acomódate, niña, nos queda un largo viaje por delante. Espero no tener problemas. —Acarició la cabeza dorada de su bastón a modo de advertencia y cerró los ojos.

El interior del carruaje se sumió en un silencio inquietante; solo se escuchaban el crujido de la madera y el tortuoso ruido de las ruedas al chocar contra las piedras del camino. Los latidos del desbocado corazón parecían resonar con fuerza por encima de ellos. Miró por la ventana sin ver nada en realidad, aunque le llamó la atención la hilera de árboles cercanos a su antigua casa. La tristeza le oprimió el corazón al pensar que nunca más volvería allí. Apretó los párpados intentando contener las lágrimas: no quería enfadar al intransigente opresor. Lo único que le quedaba de su familia eran esos cuadernos y un pequeño paquete envuelto en tela. Se aferró a ellos y recordó las últimas palabras de su abuela.

La felicidad estaba en el camino… ¿Qué querría decir con eso? No lo entendía, pero confiaba en ella: la vieja sanadora nunca se equivocaba en sus predicciones. Fuera lo que fuese, solo quedaba resignarse a ese destino incierto que había vuelto el mundo del revés. Estaba sola.

La Flor DoradaWhere stories live. Discover now