—¿Por qué estás temblando? —me preguntó el dios. Eso hizo que Héctor dejara de increparle.

—Tengo frío —contesté. En parte era verdad. Era veintiocho de diciembre, estábamos en medio de la nada, el viento soplaba frío y él había sustituido mi jersey por una fina camiseta de tirantes.

Apolo chasqueó los dedos y al instante estuve vestida con una gruesa parca verde. Me examinó torciendo levemente el gesto.

—Nah, el verde no es tu color.

Con un nuevo chasquido la prenda fue sustituía por un elegante abrigo negro de paño de lana con botones dorados. Tampoco le convenció, volvió a chasquear y me vistió con un abrigo de piel blanco, una parka azul, una gabardina gris... Nada parecía gustarle del todo y empezó a probar distintos conjuntos como hizo semanas atrás con la decoración del salón de mi tía. Para él era solo un juego, pero cada segundo yo notaba como algo me vestía y desvestía. Después de haber estado atrapada en un maletero y drogada, que algo manipulara así toda la ropa que llevaba puesta era violento. La sensación no tardó en volverse muy desagradable y la respiración se me aceleró. Aturdida, le pedí que parara, pero no lo hizo, me cambió dos veces más.

—¡Te ha dicho que pares! —Héctor agarró a Apolo por el brazo.

En un primer momento el dios le ignoró y siguió chasqueando los dedos, pero la ropa no cambió. Me quedé con un vestido burdeos de lentejuelas, largo y ajustado, con mangas que me tapaban hasta la mitad de las manos, mientras él lo intentaba media docena de veces más sin éxito. Se miraba la mano intentando encontrar cuál era el problema, entonces reparó en que Héctor le agarraba el brazo y con un gesto brusco, como si le diera asco se soltó, chasqueó los dedos y mi vestido mutó en un abrigo acolchado, largo y negro.

—Para —le ordenó Héctor agarrándole de nuevo.

En cuestión de un segundo sentí el huevo en la garganta, la angustia y las serpientes deslizándose por mi pelo, pero no fui lo suficientemente rápida para detener el bofetón que Apolo dio a mi protegido con el dorso de la mano. Le dio con tanta fuerza que le lanzó cuatro metros hacia atrás y le tiró al suelo. Se dignó por fin a dirigirse a Héctor y su tono fue tan amenazante que hizo a la vez que me pusiera en guardia y se me helara la sangre.

—No vuelvas a tocarme.

En una situación así la gorgona que habitaba en mí se habría tirado sobre quien se hubiera atrevido a rozar a Héctor, pero hasta ella estaba asustada. La piel del dios emitía un sutil y amenazador brillo dorado, su infinito poder era más que palpable. Yo no podía detenerle, pero si las cosas se ponían feas podía llamar a mi tía para que ella lo hiciera, ella sabía controlarle.

—No le hagas nada —supliqué.

Apolo se giró y vio mis serpientes. No pareció muy impresionado, estaba más interesado en Héctor porque apenas me dedicó unos segundos antes de volverse de nuevo hacia él.

—Sí que pareces una gorgona.

Estuve a punto de sacar el teléfono para marcar el número de mi tía, pero las escamas empezaron a desaparecer. Algo me indicaba que Héctor no estaba en peligro, que Apolo no le haría nada. Mi protegido miraba desafiante al dios, pero seguía en el suelo sin atreverse a levantarse, sangrando por la nariz.

—Tu tía dijo que las serpientes solo te salían por las noches.

—A veces también de día...

El dios se giró hacia mí y por un segundo vi una herida en el dorso de una de sus manos. Parecía tener la piel como en carne viva. Al notar mi interés hizo aparecer un guante que cubrió esa mano ¿Tenía la herida antes? ¿se la había hecho al golpear a Héctor?

Cuervo (fantasía urbana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora