Capítulo Dos

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Abbie llegó a los cincuenta y nueve minutos de haber apoyado mi culo en la cama. Lo sé porque pensé en abrir el sobre sola si en una hora no estaba en casa. Siempre lo hago: Si pasa esto, hago lo otro; si encesto antes de la tercera, me animo; si llaman dos veces seguidas, no me levanto a abrir. Pero ella se adelantaba en todo, incluso sin saberlo. Llegó en el momento en que miraba el segundero del reloj de la sala casi rezando para que apareciese por la puerta y, entonces, sonaron las llaves.

—¡Menos mal que apareces! —me levanté de un brinco y corrí a sus brazos.

—Lo siento —me dijo agarrándome la cara—. He tenido que quedarme recogiendo el estudio y, amor, siento mucho no haber estado hoy. Te lo compensaré, te prometo que te lo compensaré. ¿Estás bien? —acarició mis hombros y bajó por mis brazos como si estuviese comprobando que mi mirada perdida me hacía no estar ahí.

Abigail era fotógrafa, y de las buenas. Siempre que me han preguntado que cómo sé que es buena si yo no tengo ni idea de fotografía les digo: porque mira bonito. La clave de todo está en la mirada. Hay miradas mediocres que se conforman con mirar y hay miradas bonitas que ven; y ver lo es todo. Cuando escribo, podría contar mis historias, esas que nunca acabo, como si mi madre las estuviese narrando. Te describiría los colores de las cosas, sus formas, sus texturas y que alguien dice algo, porque quiere algo, porque le falta algo. Simple. Conciso. Pero a mí, como a Abbie, nos interesaba lo que había detrás de las historias y detrás de la gente. A qué huele esa ropa, por qué hay una gotera que se estampa contra una alfombra impecable, quién es el niño del quinto que llora. Abbie plasmaba las emociones como nadie porque un día me retrató con el te amo más grande escrito en el gesto de la cara y hasta hoy ha sido la prueba de amor más grande ha tenido nunca, dice.

—Estoy bien —mentí—. Ya ha pasado todo.

—¿Cómo está tu abuelo?

—No lo sé —dije enseñando el sobre.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿Qué es eso?

—Me lo ha dejado y se ha ido —me encogí de hombros—. No lo he abierto.

Agarré la mano de Abbie y nos fuimos al sofá. Dejé el sobre en la mesa y me recosté abrazada a ella. Olía tan bien siempre. Fuera aparte de su perfume, había un dulzor en su piel, reservado para quienes podían ver y no solo mirar. Me volvía loca cuando se desnudaba y embriagaba toda la atmósfera con su aroma. Dicen que el amor es fruto de un estímulo olfativo, que las feromonas son las que nos atrapan y que realmente lo que nos roban no es el corazón, sino la química de nuestro cuerpo. Estaba de acuerdo en ello si ella también lo estaba. Amor, olores y ciencia; qué más da cómo se llame.

—Ábrelo —me dijo.

—No lo sé— dije resoplando—. ¿Y si hay un secreto de familia horrible? ¿Y si soy adoptada? Sabes bien que eso podría ser así. Mira a Luca... ¡mira a León! Dios mío, soy adoptada. Es eso, seguro.

—A ver, cálmate. Sea lo que sea no lo sabrás si no lo abres. Estoy aquí, ¿vale? No pasa nada —me agarró la mano.

Cogí el sobre con miedo, cierta expectación y algo de excitación. Al abrirlo encontré dos hojas. Una de ellas estaba doblada en tres partes perfectas y con tinta negra tenía decenas de líneas escritas por mi abuelo. El otro trozo de papel era mucho más pequeño, sellado por el banco y con muchos ceros. Una cantidad ingente de ceros. Miré a Abbie con los ojos tan abiertos que hasta pude notar cómo mis pestañas rozaban mi cara. Le enseñé el cheque y me puse a leer la carta:

El pelo crece, la vida acaba, Gaia; y a mí me ha crecido mucho el pelo en este viaje tan largo junto con la abuela, pero he vivido poco. Me duele dejarte ahora, pero no tardaré en volver. Eres un ser excepcional y sé que algún día todos conocerán tus letras, hasta entonces coge el dinero que te dejo, el de la abuela, con una condición: con él abrirás una barbería.

Pelillos al caféOn viuen les histories. Descobreix ara