Capítulo Uno

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Todo empezó cuando rasuré la barba de mi abuelo. No le corté ni una sola vez. Jamás me hubiese perdonado que manchara de sangre su camisa nueva. Nada de lo que te cuente tiene importancia sin decir que mi abuela acababa de morir. Íbamos a su funeral. Las palabras de mi abuelo fueron: No voy a despedirme de mi señora con estas pintas de hippie desarrapado. Por supuesto que no, abuelo. Le dejé hecho un pincel.

Me opuse, claro que me opuse. Mientras el resto de la familia se vestía como se supone que te debes vestir en ocasiones como estas, yo estaba sentada frente a un taco de folios blancos. Ahí me quedé, a la espera de que en un momento de derrota y despedida, las palabras brotaran de mis tripas, recorrieran cada una de mis venas y los dedos las tradujeran a ritmo moderado un particular adiós. No voy a engañarte, quería arrancar las lágrimas de mi familia, demostrar que bajo la fachada sobria en la que se enfrascaban a diario, había algo de humanidad en ellos. Pero nada de eso pasó. Me quedé en silencio en mi cuarto, vi el amanecer, me di una ducha, me tomé un café mirando viejos álbumes, repasé notas que tenía en viejos cuadernos cubiertos de polvo en las estanterías de arriba y retomé el blanco de las hojas vacías de nuevo. Eché a llorar. Cuando se me secaron las mejillas salí al pasillo y mi abuelo me tendió la emboscada más grande de su vida. Llevaba la camisa desabrochada, una camiseta de algodón ridículamente estrecha por debajo y el pelo revuelto.

─He engordado un poco ─me dijo con cara de asombro─. Ayúdame, Gaia, por favor.

─¡Todavía así! Mamá te mata.

Mi madre era, y es, un ser complicado. Coge la primera revista de moda que encuentres. Mira la contraportada. Así es mi madre. Altiva, engreída, petulante. Bueno, la clase de madre que no quiere una hija como yo, pero sí unos hijos como mis hermanos. Qué orgullosa estaba de ellos. Luca y León, valientes megalómanos. Dos años más pequeños que yo pero con el mismo ego que un octogenario que haya superado once operaciones a corazón abierto. Iban por la vida con la intención de aparentar que lo sabían todo, pero nada más lejos de la realidad. De los dos, León era el más espabilado y, sin saber a día de hoy si tiene algo que ver o no, peor persona. Luca era corto. No bobalicón o inocente, no: corto. Joder, los tres nos habíamos tragado todo el cine italiano del siglo XX, habíamos leído a Nietzsche, a Schopenhauer, a Maquiavelo y montamos lo suficiente a caballo de pequeños para tener conciencia de disciplina. No parecía tonto después de haber hecho todo eso, pero un día me dijo que era mucha casualidad que el agua se congelase a cero grados centígrados e hirviera a los cien. León le dio con el codo en las costillas sin decirle nada. Yo puse los ojos en blanco.

─Tu madre está en la peluquería ─se justificó mi abuelo.

─Y tú deberías haber ido con ella ─pensé en alto mirándole el pelo.

Dio media vuelta y se metió en su cuarto. Se lamió la mano y trató de peinarse el remolino que se le formaba en la frente. Con el gris oscuro de sus canas perecía un huracán furioso. Furioso porque su sirena se había ido, furiosos porque no la volvería a ver en mucho tiempo, furioso porque aún no la había llorado todo lo que tenía que llorarle.

─No voy a despedirme de mi señora con estas pintas de hippie desarrapado ─como os dije, dijo─. Ven.

Mi abuelo era, y es, peculiar. En el pecho llevaba el tatuaje de una virgen que se hizo, naturalmente, antes de conocer a mi abuela y sentar la cabeza. Aun así siempre juró que era ella a la que llevaba retratada, y lo decía tan convencido, que el tatuaje lo disfrazamos de premonición y destino para justificar que decía la verdad. Tenía un tono azulado que se confundía sus las venas de pecho pálido y angosto. Formaban parte el uno del otro, siempre lo pensé así.

Le seguí. Lo hice porque no sabía, ni se me pasó por la mente, lo que me pediría.

─Me gusta la raya al lado. Y no me quites las patillas, me hacen más esbelto –dijo estirando el cuello mientras observaba su perfil en el espejo ─¿Lo ves? Si la abuela estuviese aquí te pagaría porque me las quitaras. Nunca quiso que fuese muy guapo, por si me robaban, ¿sabes cómo te digo? Juntos hasta la muerte ─susurró con la mano en el pecho.

Pelillos al caféWhere stories live. Discover now