—Por supuesto que he estado durmiendo. No tengo una razón para no hacerlo.

Está bien, mentí, pero era todo por una buena causa.

Después de recibir una llamada del doctor Bell la noche anterior, decidí poner manos a la obra al proyecto de la terapéutica del cáncer. Aún no tenía nombre, pero eso era lo menos importante. Necesitaba colaborar, necesitaba analizar el proyecto, los datos, las estrategias, después de todo: dos mentes funcionaban mejor que una y no quería que el doctor Bell pensara que lo había abandonado por el proyecto de mi madre. Tampoco quería que el resto de los miembros del CIC creyeran que solo buscaba colgarme de su buen nombre para hacerme un lugar.

 Así que sí, pasé la noche en vela revisando los documentos escaneados en la base de datos del CIC. La verdad es que no logré ningún progreso, pero esperaba volver a familiarizarme con los avances.

Alden no me creyó, sin embargo, asintió sin insistir y bajó del auto. Era una virtud añadida, saber cuándo y cómo retirarse de un juego como ese, en especial cuando se iba acompañado de un montón de insomnio, cafeína y una misión que implicaba salir a divertirse.

Necesitaba una aspirina con urgencia.

Cuando Alden abrió mi lado de la puerta me rehusé a salir. De verdad hacia tanto frío afuera que prefería quedarme dentro del auto a dormir por siempre.

—Por favor, mátame —supliqué.

Resopló.

—Tú lo estás haciendo perfectamente. Vamos, abajo.

Sabía que no tenía más remedio que salir. Cada segundo fuera era insoportable, el frío atravesaba mi ropa y me helaba la piel, mi nariz y mejillas estaban a punto de caerse y ni siquiera podía sentir las manos o los dedos de los pies. Lo que sea que estuviese dentro prometía más calidez que el exterior.

Apenas pusimos un pie dentro, la temperatura del lugar nos derritió, volví a sentir los dedos y las mejillas. No me había equivocado.

Las luces de neón adentro eran alucinantes, no pude evitar pensar en los cultivos a los que sometíamos a luz ultravioleta en los laboratorios de microbiología, me sentía como un cultivo de cocos en mi caja Petri. A la distancia había varias mesas para quienes quisieran comer algo durante los juegos, pero la mayor parte del espacio lo ocupaban un grupo de filas con el camino iluminado hacía sus respectivas hileras de pinos, con una pantalla pequeña que funcionaba como marcador. La música de fondo me hacía sentir como dentro de alguna fiesta adolescente, de esas que salían en las películas que papá me obligaba a ver en Navidad. Me sentía como un pez fuera del agua, pero cerré los ojos y me juré que iba a esforzarme por hacerlo funcionar.

Esperamos un poco para entrar en calor antes de deshacernos de los abrigos y comenzar con el entrenamiento de la práctica de bolos. Era más sencillo entrar en calor soplando aliento cálido sobre mis manos enguantadas y, aunque me ganara un par de miradas de extraños en el área, no iba a dejar de hacerlo.

Cuando Alden me indicó con un gesto de la mano que me acercara a la línea de tiro, le seguí todavía tiritando un poco y esperé con la mirada clavada en todas las bolas de boliche. Tenían diferentes tamaños y diferentes colores, todas apiladas en una estantería. Eran todas muy bonitas.

—¿Qué estás haciendo? —Me detuvo cuando intenté tomar la verde.

—Tenemos que empezar —respondí como si fuera lo más obvio.

En realidad, no comía ansias por iniciar la práctica, solo deseaba salir de allí lo más rápido posible para correr a la comodidad de mi cama, tomar un té y continuar con las investigaciones del doctor Bell en el CIC.

La química del amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora