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Manchas grises decoraban parte del cielo de ese punto, la luna estaba en medio de estas y hacía una decoración digna de plasmar a basa de lienzos en un tapiz ideal para un pintor, pero no estaban en eras antiguas como para recurrir a lo clásico, si tuviera una cámara, seguramente hubiese hecho una fotografía sencilla y rápida en vez de estar horas o días, o mucho tiempo sentado en una silla pintando un cielo que nunca repetirá la misma imagen. Jamás. Los cielos nunca se repiten y ya lo había descubierto hacía bastantes ratos libres que le dieron la oportunidad de hacer cierta su teoría.

En conclusión, los pintores perderían su tiempo pintando un cielo que no se repetía.

Al menos las estrellas sí permanecían en su lugar pasase lo que pasase, de eso estaba segura. En sus entrenamientos nocturnos fijaba sus orbes azules grisáceos en las luces de la noche verificando si estas hacían lo mismo que el cielo, y no era así, ellas permanecían en su sitio y lo comprobó al volar por las nubes y no ver ningún cambio. Las estrellas sí eran dignas de ser tapizadas, era claro, pero nuestra chica optaba por lo práctico; los cámaras modernas, no tenía ni una, ni siquiera un teléfono, pero eso no impedía que las olvidara de su posición, para eso tenía ojos, con ellos podía recordarlas en cada sitio que iban.

—Estrella del lobo —dijo con sus ojos pegados en dicha constelación que casi no se veía con claridad, aunque sus ojos iban a otro nivel —¿Crees que esa leyenda es cierta? ¿Ustedes se desarrollaron así?

El lobo negro que estaba echado y haciéndole de almohada para su cabeza miró el cielo que ella veía y fijó sus ojos verdes en la constelación que la misma fijaba.

—No pertenecemos a ningún cielo ni somos trazados por él —le respondió —Somos la raza pérdida y más antigua, los cielos no saben nada.

Volvió a recostar su cabeza en el suelo y la chica que estaba sobre sí gruñó impaciente, no sabía qué le había provocado la rabieta, pero sabiendo cómo era la susodicha, no le prestó atención. Ya la conocía de casi veinte años, así que le era sencillo interpretarla aun si no le mencionase nada.

—¿Puedes hablar un poquito más claro? No soy una anciana a la que le tienes que hablar poéticamente —se incorporó de la masa suave de pelaje negro que siempre estaba a su disposición —. ¿De qué vienen?

Nunca le había hecho más de tres preguntas en un solo momento, pero estaba aburrida de hacer las mismas conversaciones una y otra vez cada vez que estaban solos, o cuando se limitaban a explorar el terreno por separado y entrenar de la misma manera. Las conversaciones que tenían se encargaban de ser sobre su día, sus movimientos y algunas veces de qué se lastimaban, nada más, no se preguntaban cosas personales y mucho menos intercambiaban palabras profundas. Estar con ellos resultaría verdaderamente aburrido, era confuso el hecho de que se llevaran en lo que se define; bien.

El aire los arrasó y obligó al lobo enorme levantarse del duro fragmento y se agitó para alejar toda la suciedad que su pelajo atrajo como cuál imán, odiaba bañarse, pero más odiaba estar sucio cada vez que usaba esa forma para estar la mayoría del tiempo.

—De la nada.

Con aquella respuesta, ojos azules grisáceos no emitió ninguna emoción o expresión, se limitó a darle vueltas a la respuesta en silencio. Estos dos nunca se separaban, apenas lo hacían cuando exploraban los terrenos o hacían cacerías, pero, ¿separarse? Ni hablar, ellos eran como las hojas y los árboles; solo se separaban mínimamente, y cuando sucedía, siempre volvían al mismo lugar.

—¡Señorita Neoma! —exclamaron su nombre en la lejanía, seguía llamándola y cuando ese niño se acercaba, se oía más fuerte el llamado incesante.

Neoma sabía para qué venía, si no era para mostrarle la mayoría de sus poemas y canciones, entonces tenía que ver con su madre como siempre, odiaba que utilizara al pobre chico como mensajero. Un mensajero torpe a ser sinceros.

Vínculos finales. Libro#03. Final.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora