Capitulo 2: Puede que Sea Algo

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Capítulo 2: Puede que Sea Algo

Cohibido, no pude evitar encoger mi cuerpo ante su presencia. Un rubor bermejo inundó mis mejillas, delatando las sensaciones que el recién llegado había hecho aflorar desde un recodo de mi alma que yo no sabía ni que existía dentro de mí. De alguna manera, me había autoconvencido de que yo carecía de un alma, como todos los demás humanos que ríen, lloran y sienten el mundo que les rodea. Yo había nacido exento de todo lo que los demás denominan corriente y tampoco es que se hubiesen molestado en enseñarme en, por ejemplo, qué consiste amar. Así que no me consideraba digno de explorar esos campos de la naturaleza humana, pues mi autoestima, me obligaba a catalogarme como ser inferior.

–Perdona, chico. –El rubio apolíneo debía de tener entre veinte y treinta años de edad–. Estoy buscando a un chaval llamado Feliciano Vargas. ¿Le conoces? Me dijo su profesor que suele llegar a esta hora.

–Sí, señor. Soy yo -respondí con cara de incertidumbre. Estaba algo sorprendido porque básicamente, en todos los años que llevaba allí jamás me habían requerido en ningún sitio, ni siquiera en el área de psicología. Así que, ¿cuál era la razón por la que aquel desconocido me buscaba?–. Pero a lo mejor se confunde de hermano Vargas. A lo mejor busca a mi hermano Romano, si quiere le puedo llamar ahora cuando suba.

–No, chico. He venido a buscarte a ti –dijo con un semblante serio que causó en mí cierta intranquilidad.

¿Qué era aquello que estaba sintiendo? ¿Ese desagradable cosquilleo del que había oído hablar en las novelas románticas que había devorado desde los trece años para suplir la carencia de un amor de ensueño que anhelaba durante mis noches en vela? ¿O era el simple hecho de que aquel hombre me intimidaba con su mera presencia y tenía miedo de hacer algo mal para provocar su ira?

De repente, apareció en la escena un torbellino de hiperactividad conforma de joven de rasgos similares a los del blondo pero algo más bajo y con menos masa muscular. Aún así era igual de atractivo que el otro y a pesar de tener un pelo cano por su precoz genética,impaciente por darle una madurez distinguida, no le restaba belleza en absoluto.

–¿Ya has encontrado al rebelde sin causa, hermanito? –dijo al joven corpulento quien bajó la cabeza como señal de paciencia agotada.

–Te he dicho mil veces que no me llames hermanito. Y detesto que vengas corriendo cuando es otoño. Sabes que detesto el sonido de las hojas al quebrarse, Gilbert –dijo Ludwig con un sutil rubor impregnando sus mejillas.

–Bah, aguafiestas. –Después se acercó a mí, con lo que mi vergüenza aumentó más si cabía–. No le hagas caso. Es un mandón que no sabe divertirse. Eso de que le de pánico que rompa las hojas al correr, creo que le viene de cuando yo le metí hojas en los pantalones cuando era pequ...

–¡Gilbert, basta! Deja de contar idioteces. Has sido muy amable al traerme en coche, pero creo que ya he encontrado al chico, así que puedes irte ya –dijo el chico llevándose una mano a la sien a la vez que trataba de calmar sus instintos asesinos para no matar a su hermano en público.

Gilbert me miró, entendiendo. Se le iluminó la cara cuando se inclinó para mirarme con más detenimiento. Tras esto, se atrevió a llevar una de sus manos nervudas hasta mi pelo y revolvérmelo.

–¡Ah, así que tu eres el famoso Feliciano Vargas! –Entonces se dirigió a su hermano–. ¡Wow, Ludwig! ¿Lo has visto? ¡Es toda una belleza de muchacho, Luddie y si te descuidas te lo quitaré sin pensármelo y haré de él mi princesita!

Creo que en ese instante, si que sentí cosquillas en el estómago. Nadie se había fijado en mí de esa manera. Y que alguien del mismo sexo que yo dijese que era una belleza, de alguna forma, me hizo sentirme orgulloso por primera vez en mi vida. Agaché la cabeza con modestia.

–¡Aaww, mira Lud, se ha sonrojado! –Gilbert se atrevió incluso a abrazarme con cariño y por primera vez en años, relajé los tensos músculos de mi espalda al sentir sus bíceps perfectamente esculpidos, sobre mi pecho–. ¿Sabes lo que te digo? Yo no veo que sea problemático para nada.

–Márchate, Gil, por favor –exhortó Ludwig, lacónico.

–Vale, vale. Ay, qué carácter tienes a veces, hermanito. Y no te hagas el digno ahora, que ambos sabemos que tú eres del club del pepino, diría incluso que más que yo. –Deshizo su abrazo y me guiñó un ojo sonriente–. Me marcho, lindura. Avísame si el tonto de mi hermano te pone demasiados deberes, para que le muela a collejas. ¡Alégrale, Lud, no le marchites más de lo que ya está!

Y después de esta jocosa orden, Gilbert se marchó haciendo el mayor ruido posible, pisando sobre las hojas pardas de la acera y silbando una molesta tonada. Ludwig trató de serenarse pero solo lo consiguió cuando el otro se hubo marchado. No pude evitar sonreír involuntariamente, pero al ver que mi interlocutor no lo hacía, convertí mi sonrisa en la mueca de desgano habitual.

–Por favor, olvida lo que acaba de pasar. Mi hermano a veces se cree una bestia social y lo que es en realidad, es un diminuto roedor condenado al ostracismo por su conducta. Soy Ludwig Beilschmidt y soy tu nuevo tutor. –Ludwig me tendió la mano para que se la estrechara. Yo permanecí reticente unos segundos, pero le respondí con un lánguido estrechar. Como contraste a mis maneras de zombie, Ludwig me estrechó la mano con la seguridad de un titán de piedra y me miró con la fijeza de un águila real que otea el terreno en busca de presas sobre las que abalanzarse.

Gilbert, su hermano, había sido muy amable; incluso me atraía de una forma demasiado extraordinaria como para calificarlo como atracción adolescente. Pero su hermano Ludwig... A diferencia del carisma que destilaba su pariente, era un coloso de sabiduría y rabia como el Dios Zeus, dueño y señor del rayo. No parecía ser muy amigable, pero aún así resultó de una amabilidad inconmensurable a medida que fui conociéndole.

No fue precisamente un amor a primera vista. Es decir, me enamoré de él desde el primer día en que le conocí, pero yo tenía una falsa certeza de no sentía lo mismo que yo.

–¿Porqué alguien se preocuparía por lo que me pasara? –dije con un ligero empañamiento de ojos. Estaba a punto de llorar otra vez tras vomitar el desayuno en el baño.

–Tus calificaciones son pésimas, y tu profesor está preocupado, de modo que me ha pedido que te ayude. Digamos que le debo un favor, y como soy profesor en prácticas, me ha ofrecido este trabajo –dijo haciendo que me diera de bruces contra la dura y cementada realidad–. Pero he pensado que una clase convencional no serviría en algo menos ortodoxo. Y creo saber lo que te ocurre.

–¿Y qué es lo que me ocurre...? –pregunté con un hilo de voz. Él se mesó la barbilla libre de vello y me observó con una media sonrisa, apenas visible en su rostro circunspecto pero que iluminó mi mirada apagada y me deslumbró, haciendo que mi respiración se volviera irregular.

–Que estás triste, Feliciano Vargas. Y voy a descubrir el porqué.

El sonido de las hojas al quebrarse (GerIta)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora