IV. Tocahuevos

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 IV

Tocahuevos

—Lo odio —le digo, a nadie en concreto.

Tengo la vista clavada en esa página, en ese diálogo, en esas letras. Dice Ally que no comprende muy bien del todo cómo algo que no conocía hace menos de un mes, en cuestión de días ya ha conseguido romperme el corazón.

Y he intentado explicárselo, pero será mejor dejarle el libro y que ella misma lo descubra.

Paso la página, irritada. Busco arduamente una explicación a todo aquello, a todo ese dolor. Pero me parece que aunque pase las páginas no lo encontraré. A veces pienso que los libros como este solo tienen el cometido de hacerme sufrir, de robarme algunas lágrimas. Pero otras cambio la perspectiva, y decido verlo como una advertencia, páginas enteras dejándome claro que, o bueno, mejor dicho recordándome que, a veces, amar mucho puede doler mucho. A veces, hay que pagar ese precio.

Me noto en el vivo desespero, me quedan menos de cinco páginas y la historia está en la peor parte.

La máquina que tengo al lado empieza a hacer el ruidito que hace cuando está llegando al final del ciclo de secado. Lo paso por alto y sigo leyendo a toda prisa, demasiado inmersa como para dejarlo ahora.

—¿Hola? —Se oye de sopetón.

No me esperaba en absoluto tener compañía, así que su voz me toma por sorpresa y provoca que pegue un brinco sobre mi propio culo. Mi móvil, que hasta entonces había estado guardado en el bolsillo lateral de mi pantalón de deporte, cae por la rendija que hay entre la lavadora sobre la que estoy sentada y la secadora de al lado.

Perfecto, eso es justo lo que necesita mi pobre y viejo móvil, golpes.

—Que susto, por dios... —murmuro, mirándolo un poco molesta por su repentina aparición.

—Estoy aquí desde hace como dos minutos —me suelta.

Arrugo la frente, dudando seriamente de sus palabras. Pero está claro que yo estaba demasiado ensimismada como para haber notado su silenciosa entrada.

—La próxima vez estaría de fábula que fueras un poco menos sigiloso. De haber sido así me habría enterado de que entrabas.

Cierro el libro y lo dejo sobre la lavadora, luego pego un salto para bajar al suelo. Tras eso reparo en que él acaba de dejar una pequeña pila de ropa negra sobre otra de las lavadoras de la lavandería, junto con un par de botes de detergente y suavizante.

—Claro, ¿algo más? —Pregunta, en claro tono de burla.

Entonces lo recuerdo. Y tanto que algo más.

—Oh, sí. Gracias por preguntar —lo encaro, colocándome ambas manos cerradas en puño sobre la cintura—. La próxima vez que tengas ganas de mirar por la ventana, evita quedarte mirando en dirección a la mía, sobre todo si puedes verme en ropa interior. Es, considero, una norma básica de civismo.

Enarca una ceja, como perdido de pronto con la conversación. Cualquiera, como yo, por ejemplo, podría confundir ese gesto con desdén.

—¿Que evite qué?

Entrecierro los ojos, dejándole claro con la mueca que no me hace gracia que se haga el tonto.

—Que le dejes a George lo de ser el curioso. Que no metas las narices. Que no fisgonees. ¿Más claro así?

Sus ojos azules, que hasta entonces habían estado fijos en el mismo punto, rompen el contacto visual conmigo para recorrer un camino en línea recta hasta mis labios. Después de una brevísima pausa, el recorrido que han iniciado sus ojos continúa hasta mi torso, después sigue bajando hacia mis caderas, mis muslos, y en ese punto vuelve a subir hasta mis ojos.

Nunca te fíes de un MillerΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα