III. Monet

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III

Monet

—¡Ally! ¿Has visto mi pantalón oscuro? —Pregunto recorriendo el piso mientras me como una tostada que me acabo de preparar.

Entro a mi habitación con mucha prisa, me quito la toalla de la cabeza, comprobando que mi pelo aún sigue húmedo después de la ducha.

—Mierda...

Me deshago del pantalón del pijama, me acomodo las braguitas y rebusco en la silla que tengo llena de ropa en una esquina del cuarto. Nada. Ahí no está.

—¡Ally! —Vuelvo a chillar—. ¿Estás despierta?

Dudo que lo esté. Es su día libre. Corro hasta su habitación para colocar la oreja en la puerta y escuchar si está roncando, pero la puerta cede sin ningún esfuerzo, abriéndose y mostrándome una cama vacía.

Hago una mueca de sorpresa con la cara. Habría apostado el único billete de mi cartera a que estaría sumergida en la fase de sueño profundo.

—Y lo habría perdido miserablemente —mascullo para mí misma, volviendo a mi habitación.

Vuelvo a intentarlo buscando en la pila de ropa de la silla, pero no, sigue sin estar ahí. Miro en mi armario, como antes de ir a la ducha, pero tampoco lo veo. Me pregunto cómo puedo haber perdido un pantalón que uso tanto. Me tiro al suelo y busco debajo de mi cama. Ahí tampoco está.

—Espera —digo, dándome con los dedos en la frente.

Gateo hasta el cesto de la ropa sucia y ahí está, con toda la pinta de suplicar que lo meta a un ciclo de lavado completo.

—Vale, sin lágrimas, Candace, sin lágrimas por favor —me burlo de mí misma, levantándome del suelo para volver al armario.

Cojo otro pantalón oscuro que considero no me queda tan bien y me lo pongo. Me acerco a la silla y alcanzo la camiseta del tour de Nine Lives de Aerosmith de 1997 al que alguien fue, la cual encontré de pura casualidad un día en medio de una tienda de segunda mano con mi abuela. Fue una ganga y aunque me cueste demostrar que es una camiseta de ese tour por lo desgastada que está, sigue siendo de las cosas más valiosas que tengo.

Me pongo desodorante, me ajusto el sujetador y me pongo la camiseta. Finalmente, hago lo mismo con el pañuelo de color lavanda que llevo usando estos últimos días. Doy media vuelta y me congelo en el sitio. Está ahí. Lo veo perfectamente. Está ahí, tras el cristal de una de las ventanas de su piso, mirándome mientras sostiene una taza con una mano a la altura de su pecho, mientras la otra la tiene guardada relajadamente en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón.

—¡Mierda! —Grito.

Me acerco a la ventana y abro los brazos un poco, levantando levemente la barbilla, en gesto de interrogación.

Mi pregunta es clara: ¿qué demonios está mirando? Quiero decir, hace cosa de dos segundos estaba correteando por toda mi habitación en bragas. Es mi intimidad, él no debería estar fisgoneando. Y menos con esa pose tan de Ted Bundy.

Él no parece inmutarse mucho por mi gesto. Es más, solo se encoge de hombros de manera despreocupada en respuesta.

—Es de mal gusto —digo.

Él se lleva un dedo a la oreja derecha e indica que, evidentemente, no me oye.

Se está haciendo el tonto. Claramente. Solo hay dos cosas que yo o cualquiera pudiera decirle en esa situación: uno, lo que le he dicho, o dos, vete a la mierda.

Nunca te fíes de un MillerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora