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Un sábado por la mañana, un día de otoño, Amelia observaba el despojo de hojas amarillas que el arribo de esa estación había regado por la vereda de la plaza central de la ciudad. Se le ocurrió cruzar la calle y llegar hasta esa senda luego de que pasara un largo rato sin que entrara algún cliente en la librería de su madre, a la cual la había acompañado tal como lo hacía la mayoría de los sábados por la mañana.

Con un libro entre su brazo derecho y sus costillas, sin sacar las manos de los bolsillos de su abrigo, tiritaba de frío, reprochándose la absurda idea de intentar leer bajo el resguardo de unos rayos de sol casi sin fuerza.

Con el deseo de un café caliente, Amelia miró en dirección a la cafetería que estaba del otro lado de la plaza. Al echar un vistazo hacia ese lugar, a lo lejos, casi con seguridad, le pareció distinguir a Greta, una compañera de clase, saliendo del local. También, notó que ella se quedó observándola y que, desde allí, tal como estaba, levantó la mano para saludarla. Amelia sonrió sin saber si, a tanta distancia, ella distinguiría su gesto. Al bajar la mirada para sumergirla en el libro que traía consigo y dando por finalizado ese encuentro casual, a la distancia, escuchó un silbido potente, de esos que se hacen llevando los dedos a la boca y volvió a levantar la mirada, apuntándola hacia la misma dirección. Allá a lo lejos, en la vereda de la cafetería, seguía Greta, quien levantaba con una mano su vaso de café al paso y, con la otra, lo señalaba con un gesto con el cual le preguntaba si quería que le alcanzara uno a ella.

Amelia, en poco menos de un segundo, pensó en las calorías que podría tener ese café y en cuanto afectaría a su plan de pérdida de peso, el cual llevaba algunos meses dándole buenos resultados, según su manera de apreciarlo. Evaluándolo de ese modo, hubiera preferido rechazar el ofrecimiento. Pero, también, pensó en lo bien que siempre le había caído Greta y en las pocas oportunidades que había tenido de coincidir con ella. De modo que, devolviendo un gesto a la distancia, le indicó que lo aceptaba. Entre ellas dos, siguiendo el ritmo de una suave brisa que soplaba desde el sur, algunas hojas amarillas se movían por el suelo de la plaza.

Mientras esperó a Greta y el café, Amelia intentó concentrarse en la lectura del libro que había llevado con ella. Pero sólo un par de páginas habían pasado cuando su compañera de colegio se paró frente a ella y extendió el vaso de polipapel con tapa negra que le había traído, mientras se abalanzaba para envolverla con un fuerte abrazo. Mientras lo hizo, la hamacó a un lado y a otro, apretando con fuerza su mejilla a la de ella. Luego se despegó y comenzó a hablarle con la simpatía que la caracterizaba y casi sin hacer pausas para que Amelia pudiera contestar alguna de sus preguntas.

Sonriente, Amelia la contemplaba en silencio, disfrutando de la inesperada compañía que tenía en ese momento. En cuanto Greta disminuyó el grueso caudal verbal de los primeros minutos, la charla se volvió de ida y vuelta. Y, entre risas, sorbos de café y hojas amarillas deslizándose por el suelo, pudieron conocerse un poco más de lo que se conocían hasta ese entonces. Fue así como Amelia descubrió el particular gusto musical de Greta, su fanatismo por la boyband del momento, su pasión por el patín y su gran talento para la decoración, y a cambio, siendo consecuente, compartió con ella su gran conocimiento acerca de literatura, animándose, incluso, a recomendar un par de libros que creyó que podrían ser de interés para Greta, más allá de que ella le hubiera aclarado que no era amante de la lectura.

Poco faltaba para el mediodía cuando se despidieron. Con el sol a lo alto, el clima parecía más agradable, aunque las mejillas de Amelia estaban rosadas de plenitud más que de otoño. Y mientras el sol le dio de lleno al cruzar la calle y Greta se había desdibujado a lo lejos, rumbo a su casa, una inesperada sensación de culpa se apoderó de quien había aceptado ese café, desvaneciendo toda la felicidad que había alcanzado en ese par de horas a medida que la figura de su compañera de clase se perdía a algunas calles de distancia. Envuelta en ese ánimo cambiante, Amelia corrió hacia el baño de la librería de su madre con una prisa que generaría un pedido de explicación.

Una pausa más cercanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora