IX | Mentiras y verdades a medias

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Durante un efímero segundo, el dolor surco sus ojos antes de ser sustituido de nuevo por el enfado.

Lo único que tenía claro es que aquello no era una buena combinación.

—¡Siempre desobedeciendo! Estás castigada, señorita.

Vio atónita como aparte del libro, recogió el ordenador de su cama y el teléfono móvil de su mochila.

Era injusto lo que estaba haciendo. No había hecho ningún mal a nadie, simplemente leía leyendas sobre Adar, como había hecho con las de otras localidades.

Sin embargo, ahora sus padres, sobre todo su madre, la trataban como si estuviera infringiendo alguna especie de ley que ella desconocía. Tampoco entendía por qué su madre no le había prohibido el hecho de investigar, por qué no lo había hecho antes.

Sin poder evitarlo, se le escapó un suspiro de resignación.

—Como se te ocurra quejarte, te castigaré de por vida —le advirtió, señalándola con el dedo.

Tuvo que contener la risa divertida que amenazaba con escaparse de sus labios.

Tampoco le quedaba demasiado tiempo, pronto terminaría de estudiar el instituto y se podría marchar de allí, lejos de sus padres y sus estúpidas prohibiciones.

No había castigos de por vida que le pudieran afectar.

Se dejó caer hacia atrás en la cama antes de girarse para darle la espalda a Chaxiraxi. Escuchó como cerraban la puerta y su madre alejándose gracias a los pasos que resonaban sobre el parqué. Gruñó con la cabeza enterrada en la almohada antes de estamparla contra la puerta del armario.

El hecho de que le hubiesen quitado cualquier cosa que pudiera comunicarle con el exterior había supuesto una especie de ultimátum para ella.

Tenía que ir a investigar las piedras del Yruene, aquellas que se encontraban en la zona sur, era ahora o nunca.

Si la iban a castigar «de por vida» les daría al menos un motivo importante para hacerlo.

Se levantó de la cama decidida, con el plan más claro en su cabeza. Colocó una almohada debajo de las sábanas a modo que pareciese que era ella. Cogió una sudadera negra del armario y se puso la capucha encima de la cabeza antes de dirigirse hacia la ventana. Se encaramó sobre el alfeizar y realizó la misma táctica que hizo la vez que se despertó en la habitación de Orión acabando abrazada al tronco del árbol.

Bajó de este y corrió sin rumbo fijo hacia la salida de la avenida.

No tenía ni móvil, ni mapa.

Nada.

Simplemente las coordenadas de donde se encontraba el lugar en un post-it.

En medio de su carrera, chocó contra alguien.

Al levantar la vista se encontró con un par de ojos castaños que la observaban con curiosidad. Fayna dio dos pasos hacia atrás por inercia, mascullando una disculpa en el proceso. Leo hizo un gesto con la mano, restándole importancia al encontronazo.

—¿Estás bien? —preguntó.

No sabía cómo, pero de alguna forma siempre acababan encontrándose el uno al otro.

Debía de vivir más cerca de lo que él le había comentado en un primer momento porque no era capaz de encontrar otra explicación.

—¿Eh? Sí, perdona, estaba, hm, distraída.

Tenía que centrarse de nuevo.

Aunque sabía que su madre no se acercaría a su cuarto porque esperaría a que ella fuese la que diera el primer paso —y no lo iba a hacer—, tampoco podía arriesgarse a que esta vez su madre decidiese dar su brazo a torcer y se encontrara con el hecho de que no había nadie con el que hablar porque ella no estaba.

Yin. El bien dentro del malOnde histórias criam vida. Descubra agora