En el fondo de la finca

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  Las hojas secas y las ramitas crujían bajo mis pies en el sendero que conducía al fondo de la finca de mi tío. Era una gran extensión de terreno semi abandonada, que se encontraba en el fondo el camino de nuestra casa.   Mi tío, ya jubilado, no se ocupaba más de la agricultura ni de darle provecho a esa propiedad. Todo lo que había allí había sido plantado muchos años antes: naranjales y mandarinos, ahora cubiertos por enredaderas y malezas. Todavía producían frutas, pero nadie iba a cosecharlas, o sólo algunos merodeadores ocasionales para su propio uso.  

  Apenas me desocupaba de mis tareas del colegio o de hacer mandados para mi casa, me hacía escapadas, muchas veces sin que nadie lo supiera. Prefería estas aventuras a estar con mis compañeros en la plaza, mayormente hablando de chicas u otros temas que me aburrían. Con mis trece años y ya entrando en la adolescencia no encontraba atractivo en las niñas. Con mis compañeros hablaba de ellas para no quedar como tonto o marica,  pero eran otras cosas las que me turbaban y no me atrevía a confesar.

 Tomaba mi bicicleta y en seguida estaba allí. Mi madre sabía que si no me encontraban era porque estaba  explorando los fondos perdidos de la finca. No se preocupaban, me creían un chico responsable y se alegraban cuando traía una bolsa de naranjas o de mandarinas.

  Una tarde había descubierto, al seguir un sendero por el que nunca había estado antes, un viejo bananal abandonado. Las plantas en su mayor parte estaban caídas y cubiertas por enredaderas. Había que abrirse paso con el machete,  y para hermosa sorpresa mía, aquí y allá unas plantas estaban erguidas y dando frutos, algunos casi maduros. 

  Aquel sábado a la tarde decidí ir temprano a la finca, así tendría más tiempo para juntar mandarinas y también, y con suerte, ver si había bananas maduras para traer a mi casa. Pero primero las mandarinas. Había llevado dos bolsas grandes, luego iría al bananal. Llevaba siempre un traje enterizo azul, muy raído, con un cierre vertical en la  parte de adelante, como esos que usan los que hacer jardinería, al que le había cortado las mangas . Era la única vestimenta ya que debajo no me ponía nada.  La razón era , una vez convencido de que no había nadie, quitármelo y quedar desnudo, subiéndome a los árboles y cosechando o recorriendo senderos, me sentía libre. Toda suerte de fantasías ocupaban mi cabeza y terminaba frecuentemente sobre un mullido colchón de hojas para masturbarme.

Llevaba cosechada ya media bolsa de mandarinas y estaba en lo alto de una rama. Me detuve al oír  crujidos que venían del sendero. Quedé quieto. Pensé en un animalito o el viento que hacía mover las ramas, pero los crujidos eran regulares y se acercaban. Era alguien. Por suerte no me había quitado el traje enterizo.  Asombrado por saber quién podía ser el que se aventuraba por ese rincón perdido quedé esperando quieto y en silencio.  Un hombre apareció viniendo por el sendero. Nunca lo había visto. Era moreno, macizo, no muy grande, y por lo que podía ver desde lo alto del mandarino no era viejo, tampoco muy joven. Alzó la mirada y me saludó haciendo una seña con la mano. Le respondí el saludo de la misma manera. Se quedó observando desde abajo, así que decidí bajarme.

_ Cosechando?, me preguntó sonriente.

_Algo, si... quedan pocas. El tipo asintió y me miró curioso.

_Jovencito que sos... no tienes miedo?

_A qué? le pregunté sonriendo.

_No sé... víbora... araña... hay por aquí.

_Las venenosas salen de noche,  y las arañas están siempre escondidas, le dije como quien conoce mucho sobre la vida de esos animales. y agregué:

_Llévese mandarinas, que hay muchas.

_Algunas voy a llevar,  para el camino.

_Lleve para su familia también.

Negó con la cabeza mientras pelaba un fruto. _No tengo, soy solo.

Historias brevesWhere stories live. Discover now