El despacho de Umbridge

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Habían concentrado sus esfuerzos en organizar la entrada en el edificio sin que los detectaran, pero no consideraron qué harían si se veían obligados a separarse. Y de golpe y porrazo se encontraban con que Hermione estaba atrapada en un juicio que sin duda se prolongaría varias horas, Ron intentaba hacer una magia que Rasalas sabía que no dominaba (y por si fuera poco, seguramente la libertad de una mujer dependía del resultado), y ellos mismos andaba merodeando por la planta superior del ministerio, aunque sabía que su presa acababa de bajar en el ascensor.

Se detuvieron, se apoyaron contra una pared y recapitularon. El silencio los agobiaba, pues no se percibía el menor bullicio: no se oían voces ni pasos, y los pasillos, cubiertos con alfombras moradas, estaban tan silenciosos como si a aquella zona le hubieran hecho el encantamiento muffliato.

—El despacho de Umbridge debe de estar aquí arriba—Dijo Harry.

—Parece poco probable que guarde sus joyas en su despacho—reconoció la joven—. Pero, por otra parte, sería una estupidez si no lo registramos.

—Hay que asegurarnos—Rasalas asintió.

Por tanto, se echaron a andar de nuevo por el pasillo; sólo se cruzaron con un mago ceñudo que le murmuraba instrucciones a una pluma que, flotando delante de él, garabateaba en un rollo de pergamino.

Doblaron una esquina y se fijaron en los nombres inscritos en las puertas. Hacia la mitad del pasillo que acababan de enfilar, desembocaron en una amplia zona donde una docena de brujas y magos, sentados en hileras, ocupaban pequeños pupitres lustroso. Se detuvieron a observarlos, cautivados por lo que veía: los doce personajes agitaban y sacudían las varitas mágicas a la vez, y unas cuartillas de papel rosa volaban en todas direcciones como pequeñas cometas. Pasados unos segundos, Rasalas comprendió que los movimientos mantenían un ritmo, puesto que los papeles describían la misma trayectoria; y poco después se dio cuenta de que aquellos empleados estaban componiendo panfletos: las cuartillas eran páginas que, una vez unidas, dobladas y colocadas en su sitio mediante magia, formaban pulcros montoncitos al lado de cada mago y cada bruja.

Se acercaron con sigilo, aunque todos estaban tan concentrados en su trabajo que dudaron que repararan en el sonido de sus pasos sobre la alfombra, Harry cogió un panfleto ya acabado del montón que tenía a su lado una joven bruja. Oculto por la capa invisible, lo examinó. La portada, de color rosa, tenía un título en letras doradas:

LOS SANGRE SUCIA
y los peligros que representan para la pacífica comunidad de los sangre limpia.

Se lo paso a Rasalas, ésta lo leyó y soltó un bufido para luego hacerlo una bola de papel. Entonces la joven bruja, sin dejar de agitar y hacer girar su varita mágica, confirmó sus sospechas al comentar:

—¿Alguien sabe si esa arpía piensa pasarse todo el día interrogando a esos sangre sucia?

—Ten cuidado —le advirtió el mago sentado junto a ella, mirando alrededor con nerviosismo; una de las hojas que manejaba se le escapó de las manos y cayó al suelo.

—¿Por qué? ¿Ahora también tiene oídos mágicos, además del ojo?

Y diciendo esto, la bruja miró hacia la reluciente puerta de caoba que había frente a la zona ocupada por los encargados de los panfletos. Harry dirigió la vista también hacia ahí, y la rabia se irguió en su interior como una serpiente. En el sitio donde, de haberse tratado de una puerta de muggles, habría habido una mirilla, destacaba un gran ojo redondo —de iris azul intenso— incrustado en la madera; un ojo que le habría resultado asombrosamente familiar a cualquiera que hubiera conocido a Alastor Moody.

Durante una fracción de segundo, Rasalas fue jalada por Harry que olvidó dónde estaba, qué hacía allí y hasta que era invisible, y fue derecho a examinar aquel ojo que, inmóvil, miraba sin ver hacia arriba. La placa de la puerta rezaba:

𝐄𝐥 𝐃𝐢𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐃𝐞 𝐑𝐚𝐬𝐚𝐥𝐚𝐬 𝐌. 𝐁𝐥𝐚𝐜𝐤 [#1] (𝐇. 𝐆𝐫𝐚𝐧𝐠𝐞𝐫) ✓Where stories live. Discover now