Ilde

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Ilde siempre había sido una vieja cascarrabias. Aquella anciana nerviosa, curtida en el arte de la que queja y envejecida con premura, me había sacado de mis casillas más veces de las que me gustaba admitir en los casi tres años que nos conocíamos.

Pero aquello había sido antes del ingreso. Antes de los doce días atrapada en una cama con barrotes, tratada con conmiseración e ignorada con la eficiencia de los trabajadores sanitarios sobrecargados e impacientes.

Ahora miraba con horror a la cáscara vacía en que se había convertido Ilde.

- Los primeros cuatro días luchó- me confesó el hijo con ojos brillantes con lágrimas que no se atrevía a derramar- comía ella sola y quería levantarse, ir al baño... Se peleaba con la barrera de la cama. Pero no la dejaban. Qué esperara decían, que lo hiciera en el pañal ...  Nunca había tiempo...

Al quinto día había dejado de luchar. Había dejado de comer, había dejado de intentar levantarse. Y después, había dejado de moverse, había dejado de hablar y se había retraído tanto en si misma que ya nada ni nadie podía alcanzarla.

En el informe de alta rezaba "mejoría clínica", ni una palabra del desahucio de humanidad que había vivido aquel cuerpo en el que quedaba la casa pero no el inquilino.

Yo no podía dejar de mirar con una mezcla de congoja y revulsión a aquella anciana mermada en silla de ruedas, con la mirada perdida y el rostro plácido de quién se ha dado por vencido. Y recordarla hacía apenas dos semanas quejándose de sus múltiples achaques, sonriendo con picardía y caminando con la torpeza de un patito con su andador por casa.
No quedaba nada. Doce días en un hospital habían bastado para romperla.

- Le han arreglado los pulmones- le dije a mi enfermera mientras salíamos del aviso domiciliario- ¿Pero de qué sirve si le han quebrantado todo lo demás?

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