Precisamente eso me encuentro haciendo una noche en mi apartamento, mirando nuestras fotos, cuando alguien toca la puerta.

Miro la hora en mi celular y frunzo el ceño. Son las diez de la noche de un martes. Mi cabello chorrea agua sobre mi pyjama gracias a una merecida ducha después de un turno larguísimo en el hospital.

¿Quién carajo osa molestarme a esta hora? Mejor me hago la loca.

En eso tocan la puerta de nuevo. Con insistencia.

Ahí sí me empiezo a preocupar. Soy una mujer sola viviendo en un apartamento. Hay muchos vecinos en el edificio, pero no he interactuado con ninguno porque casi nunca estoy aquí. Mis amigos más cercanos están todos en el hospital. Mi familia sigue toda en Venezuela. Nadie me puede ayudar.

Si algo me pasa, nadie se daría cuenta.

Para eso me compré un bate de béisbol. Es lo único con lo que puedo defenderme. Lo mantengo a la mano en la cocina y el momento ha llegado. Con manos temblorosas lo agarro y con los pies descalzos, sin hacer ruido, me acerco a la puerta para asomarme por el ojo mágico.

Y casi me deja de trabajar el corazón.

—¿Bárbara?

Su voz penetra mi estupor. El bate se resbala hasta caer sobre el suelo.

Con torpeza quito los seguros de la puerta y la abro.

Sin decir otra palabra, Diego abre sus brazos. Doy un brinco y él me ataja. Enlazo mis brazos alrededor de sus hombros y mis piernas en torno a su cintura. Para no dejarme caer, Diego me agarra del trasero.

—¿Me extrañaste? —pregunta con una risa mientras lo baño de besos.

—Te... odio... con... todo... mi... ser. —Cada palabra en respuesta va puntuada con un beso. Uno en su nariz, uno en la esquina de sus labios, otro en su frente, otro en su mejilla, y en la opuesta, y finalmente uno de lleno en su boca.

Lo siento gemir y a la vez sufro algo de vertigo. Unos segundos después me despego y veo que nos ha movido hacia dentro del apartamento.

Los ojos de Diego destellan como estrellitas. Muerdo mi labio para no sonreír de oreja a oreja, y en vez de eso le pongo expresión gruñona.

—Momento. Si ibas a volver, ¿por qué no me enviasteis ni un mensaje de texto?

—Hmm, déjame que te cuente todo. Pero primero tengo que meter mis maletas antes de que alguien se las lleve.

—¿Qué? ¿Maletas?

Dejo que me deslice bajo su cuerpo hasta que mis pies tocan tierra de nuevo. Cuando él se separa, se tropieza con el bate en el suelo. Allí es cuando me doy cuenta de que ya no lleva el yeso.

—¿Qué planeabas hacer con este bate, Bárbara Aparicio?

—Nada, nada. —Lo recojo y lo devuelvo a su sitio mientras él mete una maleta gigante al apartamento. Seguida de otra. Y otra—. Pero, ¿te estáis mudando pa' acá o qué es esto?

—¡Sorpresa! —En el medio de mi sala, que ahora parece mucho más pequeña después de que ha metido todos sus peroles, Diego extiende sus brazos en el aire como si él fuera la sorpresa.

Pestañeo varias veces. Su sonrisa no disminuye en lo más mínimo.

—¿Qué? —chillo finalmente.

Diego no hace más que reírse. Por al menos dos minutos sólidos.

—Tienes pinta de que me quieres matar.

—Lo estoy contemplando —refunfuño de brazos cruzados.

Diego se hace cómodo en mi sofá y le da una palmada al asiento justo al lado de él. No estoy tan molesta como para no hacer caso. Su brazo se asienta sobre mis hombros una vez que me siento junto a él, y me atrae hacia sí.

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora