Continúo subiendo la mirada hasta su cara. Su ceño está fruncido y sus ojos pestañean rápidamente. Si la definición de confusión tuviera una foto en el diccionario, ésta sería la imagen.

—No —digo sin poder aguantarme las ganas de reír—. Te ves como que me puedes ser muy útil para la siguiente tarea.

Sus cejas despegan como dos aviones que se elevan al cielo. Se cubre el cuerpo con los brazos como si me lo fuera a comer.

—¿Qué estás pensando con esa cara de pervertida?

El ruido de incredulidad que hago sale por mi nariz.

—Aquí el único mal pensado sois vos.

Lo agarro por el cuello de la chemise y así lo arrastro por un buen trecho del regreso hacia la cancha y más allá.

Todo el mundo está aglomerado en la cancha en plenas celebraciones por la semana del colegio. Los únicos que tenemos rienda suelta somos los de quinto año, en virtud de ser los organizadores, y algunos profesores que hacen rondas por todas las esquinas para asegurarse que nadie anda en nada indebido.

Como delegada de mi sección no he parado de trabajar ni un solo día. Cada grado tiene que participar de un evento cultural, como la obra de teatro que van a poner los de séptimo, o un baile, u otra guebonada así, y también de un evento deportivo. Hoy la 5A se enfrentará a la 5B en un juego de kicking ball, lo único para lo que Diego contribuirá si no lo pongo a trabajar.

—¡Ahí estás! —clama la Madre Esperanza al verme llegar a la entrada del colegio—. Gracias por la ayuda.

—De nada. Y traje refuerzos.

—Buenos días —añade Diego con un tono amable que no le he oído dirigido hacia mí ni una vez.

—Perfecto, entre los tres terminamos más rápido —comenta la Madre a la vez que nos hace ademán con las manos para que la sigamos.

Fuera de la entrada hay un pequeño camión estacionado lleno de cajas, y cajas, y más cajas, de jugos y chucherías de todo tipo.

—Creo que debí reclutar más gente —balbuceo al ver esa montaña.

—No se preocupen, no todas las cajas son nuestras. Y además, tenemos dos carreticas —explica la Madre superiora, señalándolas.

Respiro profundo y me dispongo a agarrar la primera caja. Excepto que pesa más que todas mis culpas. Me tiembla hasta el alma al levantarla y ponerla en la carreta.

—¿Cuántas son? —le pregunto a la Madre, que debe tener al menos cincuenta años de edad pero que no parece sufrir tanto como yo.

—Solo quince.

«¿Solo?»

Diego levanta dos cajas a la vez y la única señal de molestia es en su cara. Pero no por el peso, sino por arrechera. Sus ojos me clavan flechas mientras trabajamos.

Los dos empujamos las carretas super pesadas por todo el colegio hacia la cantina. Diego me saca una morena de distancia y llega primero. Lo más seguro es que apuró el paso para dejar las cosas y escaparse en búsqueda de un rincón para echarse otra siesta. Pero si es así, ya con un viaje me ha ayudado.

La pregunta es cómo voy a poner todo esto en su sitio yo sola.

En eso escucho pasos y levanto la mirada. Jadeando, me freno en seco al ver a Diego caminando hacia mí con la otra carreta vacía.

—Dame acá —dice mientras me aparta de la carreta—. Vete a hacer otra cosa.

—Pero...

Me lanza una mirada de advertencia.

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Where stories live. Discover now