—Bueno aja. Si me pudieras escoger el look, ¿qué seleccionarías?

Como si yo fuera una clienta, mi prima revolotea por toda la tienda para escoger una blusa rosada y unos jeans que me tendría que quitar con tijera. Los pone contra mí para analizar el conjunto.

—Una cosa así, más unos zarcillos lindos que hagan juego y un poquito de maquillaje.

—Es demasiado esfuerzo —reprocho con un suspiro.

—Para ser bella hay que ver estrellas.

Ese es el eslogan de las venezolanas. Excepto una.

—Valentina no ha visto ningunas estrellas.

—No me habléis de esa lechúa. No conozco a más nadie que no tenga que hacer un poquito de esfuerzo aparte de ella.

A las dos nos cae una nube negra de pensar al respecto. Por supuesto, ese es el momento propicio para que un cliente entre en la tienda.

Un cliente, no. Dos. Una clienta y un cliente. Nada más y nada menos que el nuevo y una señora que debe ser su mamá.

—Buenas tardes —saluda la señora.

Dayana es la que reacciona. Suelta la ropa que sostiene en frente de mí y tengo que brincar para atajarla antes de que caiga al suelo.

—¡Buenas! Adelante, ¿en qué puedo ayudarla?

Me da gracia que su acento maracucho mega pronunciado se esfuma cuando tiene que lidiar con los clientes. Dayana se convierte en toda una profesional vendedora en un abrir y cerrar de ojos.

Hablando de ojos. Con razón los irises del nuevo son de un color tan raro. Su mamá tiene unos ojos azules como el agua clara de Los Roques. Son impactantes para mí, acostumbrada a ver sólo ojos marrones y negros como los que proliferan aquí.

—Estoy buscando unos zarcillos que hagan juego con una blusa verde que me gusta mucho.

El nuevo me lanza una mirada de fastidio, no sé si por encontrarme aquí o porque su mamá aparentemente lo ha arrastrado a hacer compras.

—Claro que sí, tenemos una selección bastante variada —explica Dayana al caminar de nuevo detrás del mostrador—. A ver qué tenemos en verde.

—Mátame —masculla el nuevo entre los dientes.

No lo culpo. Cuando mami me arrastra de compras clamo lo mismo.

Devuelvo la ropa a su sitio escuchando la cháchara de Dayana y la señora. Ambas suenan igual de interesadas en discutir los particulares de la bisutería. Cualquiera pensaría que seleccionar un par de aretes es una ciencia exacta.

—¿Y tú qué haces aquí?

Me doy la vuelta. Empujo los lentes en el puente de mi nariz, pero aún veo su cara borrosa. Menos mal. Me hace un poco inmune a él.

—La chama que atiende a tu mamá es mi prima Dayana —contesto, consciente de que hoy mi cabello es un nido de chocorocoy. Por primera vez quisiera haber seguido el consejo de Dayana.

—Ahh —hace una pausa para observarla y agrega—: se parecen.

Enarco las cejas porque nunca me ha parecido ese el caso.

No porque seamos casi hermanas nos vemos parecidas. Dayana es un poco más delgada y alta que yo, con piel marrón clara, ojos oscuros y cabello larguísimo y como la seda. En cambio yo soy una enana, pálida como un fantasma y aunque tengo los mismos ojos y cabello oscuros como Dayana, la combinación me hace ver como si estuviera asistiendo a mi propio funeral.

—Miarma, como que te hacen falta lentes también.

—Me vas a disculpar pero tengo visión 20/20 —reitera el nuevo con un bufido.

—Cochina envidia —mascullo para mis adentros.

—Dieguito —llama su mamá, mostrando dos aretes diferentes en sus orejas—. ¿Cuál te gusta más?

—Mami, yo no sé nada de eso. Lo que tu quieras.

—¿Qué opina tu amiguita? —pregunta la señora, mirándome.

—No soy su amiga —explico, a la vez que él también habla.

—No somos amigos.

Nos lanzamos una mirada que dice mucho. Fastidio de interrumpirnos mutuamente, y de que nos confundan como amigos cuando nos pasamos toda la semana como perros y gatos porque no veía bien y él estaba harto de la lata.

—¿No? Si parecen de lo más cercanos. ¿Entonces de dónde se conocen?

—Somos compañeros de clase —cuenta su hijo.

Dayana respinga.

—Ah, ¿éste es el nuevo?

—Tengo nombre y no es «el nuevo».

—Verdad. ¿Cuál era? ¿Dieguito? —le pregunto en burla.

Dieguito, que no tiene nada de ito, me lanza una mirada feroz.

En dos pasos la mamá de él está frente a mí. Me toma de las manos.

—Me caes bien. ¿Cómo te llamas?

—Este... Bárbara Aparicio.

—Mucho gusto, este Bárbara —bromea la señora—. Soy Moira, mamá de Diego.

—Mucho gusto, señora Moira.

—Nada de eso, como vas a ser amiga de Diego quiero que me llames Moira.

Intercambio una mirada con su hijo. No se le ve sorpresa por lo amiguera que es su mamá.

—Él es bien asocial pero no quiero que esté solito todo el año. ¿Me prometes que lo vas a cuidar?

—Mamá, ni que fuera un bebé en pañales —protesta Diego. Pasa una mano por su pelo en frustración.

Es un poco cómico verlo avergonzado por su mamá, siendo tan grandote y corpulento. Me dan ganas de hacerle pasar más pena todavía.

—Te lo prometo, Moira. Yo voy a cuidar a tu Dieguito en el colegio.

Dayana se ahoga con el aire de las ganas de reírse. No sé cómo he logrado mantener una expresión serena.

Sospecho que la señora Moira lo sabe, pero parece que ella está tan divertida como nosotras.

—Perfecto. Confiaré en tu palabra.

La expresión de absoluto horror del nuevo me hace saludar como un soldado. Con estas municiones, no puedo esperar a burlarme de él cada vez que me muestre impaciencia.

 Con estas municiones, no puedo esperar a burlarme de él cada vez que me muestre impaciencia

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NOTA DE LA AUTORA:

Ah, by the way. Si les está gustando la historia, armen alboroto en las redes sociales que la autora se alimenta de atención. Muacks 😘

Cuando éramos felices y no lo sabíamos (Nostalgia #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora