Dejé la bandeja en la mesa de vuelta, le escribí al encargado de cocina que me dio su número en un extraño intento de coqueteo si aún quedaba algo, al pegarme a su sitio no pude evitar el impulso de acariciar su mejilla. Me respondió pegándose contra mi mano, aprecié bastante que hiciera el esfuerzo de nunca crear un mal ambiente, sus chistes continuos hicieron que soporte estar sola con ella esos días.

Iba a pasar diciembre ahí según lo que dijeron, debía ver qué hacía para darle un regalo antes de año nuevo, para que las bombas de media noche no la asustaran, buscarle un representante en lo que trataba de aplazar el único concierto que acepté para principios de enero. Por fortuna dejé la última semana libre por fiestas, soy fiel creyente de que el universo te acomoda.

¿Cuántos días llevé desaparecida de internet? No miré mi teléfono para nada, sabía lo que encontraría allí. En especial, si leía un comentario malo hacia ella, iba a perder los estribos.

—Te voy a traer más comida.

Lo mucho que me aguantaba reír de que no entrara en la camilla por ser muy alta, solo lo sabe el universo. La bata le quedaba como un vestido corto.

—¿Sabes qué tengo antojo de comer, amor?

—Conchas de mar, y tortas —elevó las cejas—, ¿Aquí tienen?

—Eh, no sé si debas comer dulces —estalló de risa en medio de mi nerviosa explicación—, mariscos sí pero no creo encontrarlos ahora ¡Voy a abrir el delivery! Pagaré lo que sea.

—Olvídalo —se ayudó de mi brazo para levantarse—, era un chiste. Con que me des está bien.

—Voy a ver que te traigo —asentí, pero al querer apartarme, no me soltó—. ¿Tienes otro pedido?

—Llévame.

—¿Eh?

Fruncí el ceño, retrocedí cuando se aferró a los hierros para levantarse, parte de la espalda de la tela se abrió. Lo primero que hizo fue estirar los brazos, sus extremidades cual si fuera a correr un maratón, al girarse hacia mí parte de su flequillo desordenado le cayó en los ojos, las comisuras de sus labios se curvaron, sentí que me devolvieron la energía.

—Qué linda está la navidad —me escudriñó de pies a cabeza—. gracias por quedarte, hadita.

—¿A dónde más podría ir si no estás?

—Un lugar donde te sientas segura.

—Aquí estoy, amor.

Se mordió el labio, bajó la cabeza cuando su rostro pálido sin maquillaje fue tomando un rubor natural en sus mejillas. Contuve las ganas de ir a abrazarla, estar en su compañía me hizo tan bien, saber que existe y que está bien es todo lo que necesito para ser feliz.

No tienes idea de lo mucho que me sanaste con tus bromas tontas, con tus palabras doble sentido, con tu apoyo incondicional, con que seas la compañera de vida que nunca tuve antes que mi pareja.

—Quiero salir a tomar aire, ¿Me puedes llevar?

—No estoy segura —crucé los brazos—, estamos lejos de la terraza, caminarías demasiado.

—Llévame —rogó, sus ojos brillaron como los de un gatito, esa maldita manipuladora supo lo que hizo—, hay una silla de ruedas aquí, nadie sospechará nada.

—Me convenciste —abrí la silla de ruedas—. voy a esforzarme en arrastrarte, no tengo mucha fuerza pero quizás encontramos el elevador vacío —corrió a sentarse, en el primer metro entendí que debía de hacer más ejercicio—. allá vamos.

Vernos desde fuera hubiera quitado la seriedad de mi expresión, me empeñé en llevarla, pasé a retirar una bandeja nueva de la cocina en medio del trayecto hasta el ascensor. Asumí mi misión como completada cuando una niña de aproximadamente unos trece años subió con nosotras, tragué grueso nerviosa al ver "Astros" escrito en su abrigo.

Si ellos supieranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora