Truco o trato

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Entre haces de luz y color fuiste lo único que brilló.

La primera vez que las vi eran unas niñas de pocos años, pelo y cejas castañas, miradas oscuras, pestañas finas, narices chatas, labios pequeños, una llevaba aparato de dientes y la otra gafas de pasta, las caras redondas y salpicadas de estrellas, las orejas pequeñas, los cuellos finos, el uniforme del colegio: un polo blanco, una falda a cuadros, medias negras, zapatos planos y carpetas de colores en la mano derecha.

Me preguntaron cómo me encontraba, si estaba bien. Yo les dije que sí, que no había ningún problema, que todo estaba bien. Ellas sonrieron, se sentaron a mi lado en un banco cualquiera de un parque sin nombre y miraron el cielo azul. Yo las observé en silencio, eran muy hermosas. No guapas, hermosas, que es bastante más descriptivo y peligroso.

Me preguntaron a qué me dedicaba. No mi nombre, no mi edad. A qué me dedicaba. Me encogí de hombros sin saber qué responder, ¿a qué me dedicaba realmente? Ellas me sonrieron, dijeron que algo debía hacer con mi vida: estudiar, tal vez. Negué con la cabeza, estaba apuntada a varias clases pero no acudía a ninguna. Me preguntaron porqué, les respondí que no me gustaban. Me preguntaron para qué me había apuntado si no me gustaban, me encogí de hombros.

Me dijeron que si no me gustaban no hacía falta que me apuntara, no hacía falta que fuera, no hacía falta asistir. Y yo les dí la razón. ¿Para qué asistir a algo que no me interesaba? ¿Para qué interesarme en algo que no me gustaba? ¿Para qué pudiendo quedarme en casa buscando a Terrífica?

Ellas me dieron la razón y me advirtieron que Terrífica era peligrosa, pero que yo iba a estar bien porque era fuerte. Luego miraron el cielo azul, sonrieron una vez más y se levantaron del banco para marcharse por donde habían venido.

La primera vez que le vi era un hombre de treinta y pico años, piel oscura, pelo a rastas, cejas negras y muy pobladas, mirada profunda, pestañas finas, nariz ancha, labios gruesos, cara alargada y las orejas bastante separadas, el cuello fibroso y vestía con un uniforme naranja y converse multicolor. Llevaba una escoba gigante en la mano derecha.

Me preguntó cómo me encontraba, si estaba bien. Yo le dije que sí, que no había ningún problema, que todo estaba bien. Él sonrió, se sentó a mi lado en un banco cualquiera de una calle desconocida y miró el cielo azul. Yo le observé en silencio, era muy exótico, tenía una belleza fuera de lo normal.

Me preguntó a qué me dedicaba y no me sorprendí porque las niñas también me lo habían preguntado. Al parecer la edad y el nombre no importaba a nadie, sólo la ocupación. Me encogí de hombros sin saber qué responder, ¿a qué me dedicaba realmente? Él me sonrió, dijo que debía hacer algo con mi vida: trabajar, tal vez. Negué con la cabeza, a veces iba a limpiar casas pero cada vez lo hacía menos. Me preguntó porqué, le respondí que no me gustaba. Me preguntó para qué lo hacía si no me gustaba, me encogí de hombros y respondí que para ganar dinero.

Me dijo que si no me gustaba no hacía falta que ejerciera ese trabajo, no hacía falta que limpiara, podía buscar otro trabajo que fuera más de mi estilo. Y yo le dí la razón. ¿Para qué trabajar de algo que no me interesaba? ¿Para qué interesarme en algo que no me gustaba? ¿Para qué limpiar pudiendo quedarme en casa buscando a Terrífica?

Él me dio la razón, dijo que encontrar a Terrífica sería peligroso pero que sería fuerte, que iba a estar bien. Luego miró el cielo azul, sonrió una vez más y se levantó del banco para marcharse por donde había venido barriendo.

La primera vez que le vi era una mujer de treinta y pocos años, pelo claro, cejas castañas, mirada azul profunda, pestañas infinitas, nariz recta, labios gruesos, dientes perfectos, dos estrellas en la cara cuadrada, las orejas emperladas, el cuello fino, los hombros erguidos, llevaba una blusa de encaje blanco, una falda grisácea con botones, medias negras, tacones plateados y una especie de tableta electrónica en la mano derecha.

Me preguntó cómo me encontraba, si estaba bien. Yo le dije que sí, que no había ningún problema, que todo estaba bien. Ella sonrió, se sentó a mi lado en una mesa aislada de una discoteca cualquiera y miró el techo lleno de luces. Yo le observé en silencio, me recordaba a Ahlien.

Me hizo una propuesta: yo bailaba con ella y a cambio las dos nos divertíamos. Acepté, cerré los ojos, me dejé llevar. La cabeza me daba vueltas a su contacto, me sentía en caída libre pero la sensación era agradable. Comenzó una canción triste pero no me lo pareció, no con ella allí.

Me besó. Al principio despacio, con cariño, con miedo, pero su lengua recorrió mi boca y dejé de respirar, comprendí entonces quién era, que había sucumbido; todo comenzó a girar a la velocidad de la luz y me desmayé.


AhlienDonde viven las historias. Descúbrelo ahora