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—Quiero saberlo todo de usted —digo—. De usted, y de esto.

Bajo mi mano por su trabajado abdomen hasta su entrepierna.

Se le marca tan bien en estos pantalones que casi puedo rodearla con los dedos. Con una mínima presión, se la masajeo de arriba a abajo, masturbándolo suavemente. Wolf exhala como si se le escapara el alma por la boca. Su fuerte respiración me enciende. Afianza su agarre en mi cabello, clavándome los nudillos en la nuca, y me muerdo el labio de gusto, ahogando un gemido.

—Joder, Emily... —jadea con la mirada nublada de placer.

Wolf me mira con expresión ida justo un instante antes de besarme.

Su beso es sucio, apasionado, se desata como una tormenta en mi boca, con mordiscos y chupetones que van desde mis labios hasta mis pechos, tras bajar por mi cuello. Su enorme cuerpo me aprisiona contra el contenedor de basura. Tiene la cazadora de motorista abierta. Con la barbilla se sujeta la camiseta mientras se desabrocha ansiosamente el cinturón.

He estado con infinidad de hombres, pero estoy segura que ninguno de ellos tenía el torso definido del señor Wolf, ni siquiera los atletas de élite. Wolf es mucho más que su cuerpo, es una droga, es la promesa de volverme adicta y es saber que no debería hacerlo, que caer en la tentación es condenarme de por vida. Pero qué difícil es resistirse cuando su piel me magnetiza. Cada uno de sus músculos es una obra de arte. Mis dedos se distraen del bulto en sus pantalones para recorrer uno a uno sus abdominales, subo por ellos hasta sus clavículas y trepo por su cuello hasta alcanzar su boca. Wolf me muerde los dedos y no puedo sino soltar una risita nerviosa. Jamás imaginé a Wolf mordiendo los dedos de nadie, era más fácil verme a mí mordiéndole otra cosa: lo que tiene ahí abajo, liberado por fin de su apretada bragueta. Tocarlo sin la barrera de la ropa es una experiencia completamente distinta.

—No voy a soltarte hasta que termines —le digo, extasiada.

Tampoco podría, no ahora, que tengo al mismísimo Adrian Wolf comiendo de mi mano. Con una lentitud deliberada, retiro la piel hasta el límite y vuelvo a subir hasta que le cubro la punta con el aro que he hecho con mis dedos. Wolf tiembla de gusto, es una placentera tortura. Toda su longitud arde como si le corriera fuego por dentro. La tiene ligeramente curvada hacia arriba y es tan gruesa que me resulta imposible rodear por completo su tronco.

He masturbado muchísimas pollas antes que esta, por supuesto, y sin embargo ninguna me ha embriagado tanto. La de Wolf es más suave, más prometedora. El multimillonario transpira feromonas por cada poro de su piel.

—¿Ahora se arrepiente de no haberme follado en la cocina del hotel, señor Wolf? —le pregunto, mientras mi mano sube y baja cada vez más rápido.

Pese a su larga experiencia, a Wolf se le acelera la respiración como si estuviera al límite de su aguante. El poderoso magnate ahora no es nada, solo un juguete en mis manos, entregado al placer de una ansiosa pero torpe paja callejera. Disfruto viendo cómo ondean los abdominales de su bajo vientre, cómo mueve impaciente las caderas, cómo suspira al ritmo que yo le marco.

Wolf lubrica tanto que está empezando a humedecerme la mano. Con el pulgar recorro la arista de su hinchado glande, lo paso por la punta y extiendo el resbaladizo líquido con la yema haciendo círculos, dedicando mis atenciones a sus puntos débiles y deleitándome con su sensual expresión de placer.

Quiero ver al Wolf que todos temen derrumbándose con un orgasmo.

—¿Se le ha comido la lengua el gato? —le pregunto burlona, citando lo que me dijo una vez mientras presiono mi puño en la base de su tronco.

—¿Que si me arrepiento? —gruñe, tomándome del culo para aplastarme contra su duro torso, frotándose contra mi vientre desnudo—. Señorita White, me arrepiento de no haberla follado la primera vez que la vi en el laboratorio.

Súcubo (+21)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora