Año uno

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Hacía años que el señor José no veía a nadie entrar en los territorios que él cuidaba. El señor José era un hombre bastante común, aparentaba varios años, su cabello era de un plateado opaco, no era muy alto, pero sí algo relleno. Sin embargo, su característica más destacable era su bigote muy marcado, del cual se enorgullecía.

Él vivía solo dentro de lo que era un extenso terreno abandonado. No existía razón por la cual un alma quisiera vivir en aquel lugar. No había nada interesante y, además, este se encontraba en medio de la nada. A pesar de ello, José se pudo acostumbrar a aquel inhóspito lugar.

No hay que confundirse, ese territorio no era de su propiedad, él solo trabajaba cuidando y manteniendo los terrenos. Estos eran como uno se los podía imaginar: diferentes cabañas, galpones y chozas abandonadas esparcidas a lo largo de un enorme valle rodeado por un bosque, del cual la niebla salía como si se tratase de una máquina de humo.

José era muy valiente, a pesar de ello, nunca se atrevió a entrar al bosque solo. Sentía como que había algo dentro de ese bosque.

Una mañana, José se despertó dentro de su humilde chocita. Se arregló para luego desayunar un poco de sopa de hongos. Dio un sorbo para degustarla, pero entonces sintió que algo caminaba por el techo de su choza. Algo muy grande y pesado. Se levantó rápidamente de la mesa, para luego tomar su muy vieja escopeta. Se acercó a una de las paredes para luego retirar una tela que ocultaba un agujero. Con un muy mal sabor de boca, José presenció aquello que pasó sobre su choza y que ahora se ocultaba en el bosque.

- Arañas. De todas las cosas que podían vivir en ese bosque, ¿tenían que ser gigantes y asquerosas arañas?

En ese momento, alguien o algo tocó la puerta. José, creyendo que se trataba de alguno de los monstruos del bosque, la abrió violentamente para luego apuntar a quién se encontraba allí.

- Es bueno verte José.

José miró hacia ambos lados, no veía a nadie. Sin embargo, al dirigir su mirada hacia abajo pudo ver a un pequeño duende que lo miraba. Este era bastante regordete, con una nariz y orejas puntiagudas y llenas de pelo, vestía una túnica esmeralda, apenas sí tenía cabello en la cabeza mientras que su larga y voluminosa barba llegaba a ser sujetada por el cinturón de color negro. Su nombre era Lanis Zenevis.

José lo reconoció al instante, a pesar de no haberlo visto en décadas, se trataba del director de lo que alguna vez fue una escuela de magia ubicada en aquel territorio.

- ¿Puedo entrar? –preguntó Zenevis.

- Por supuesto –respondió José de una manera casi instantánea mientras se hacía a un lado invitándolo a entrar.

Cuando el ex director entró en la humilde casa de José, no pudo pasar por alto una foto en la cual se encontraba un antiguo estudiante de la escuela.

- Ana Carolina –dejó escapar Zenevis.

José se quedó mirándolo por un buen rato, para luego cerrar la puerta. José explicó que aquella alumna solía ayudarlo con los jardines cuando la escuela aún estaba abierta. Ana Carolina era una estudiante joven y guapa, pero fue víctima de unos terribles rumores falsos que la llevaron a sufrir de acoso por parte de sus compañeros. Desgraciadamente murió en lo que fue resaltado como "cierto incidente realizado por cierta persona" dentro de la escuela.

Zenevis invitó a José a que terminara su desayuno, pues deseaba comentarle algo. El pequeño hombre felicitó a José por haber mantenido tan bien todos los terrenos y comentó a este que preparara la casa de reuniones para aquella noche. Luego de unas horas, Zenevis se alejó de la choza de José mientras este lo miraba desde la puerta.

Clarisa Clarke y la escuela de magosWo Geschichten leben. Entdecke jetzt